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viernes, 22. agosto 2003

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Noticias curiosas


En la prensa digital de hoy hay un par de noticias curiosas. Ya me hubiese gustado inventarmelas, pero no, son ciertas.

Damnoen Saen-um, de 52 años, dormía plácidamente en su casa de Muang, en la provincia de Phrae, cuando de repente comenzó a reír y luego estalló en carcajadas, relató su esposa Luan, que intentó en vano despertarlo. Poco después, Mannoen, conductor de camiones de helado, dejó de respirar. Previamente, Luan había sido despertada por golpes en la puerta. iblnews.com

La otra sucedió en Bolivia: tras asesinar a su esposa se dio a la fuga. Días más tarde, decidió entregarse "chateando" con el jefe de policía que llevaba el caso. www.clarin.com old.clarin.com



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miércoles, 13. agosto 2003

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En Que buscas QUE?! recopilan esas búsquedas sorprendentes que acabaron llevando a nuestro blog a personas que evidentemente no querían visitarnos. En su momento comenté mis problemas con una de estas búsquedas, que se repetía diariamente (ases inos a suel do).

Esto es una selección de lo que ha buscado la gente los últimos días para llegar a Futuro Imperfecto.

  • cuerpos destrozados (google)
  • mis padres están discutiendo (google)
  • todo acerca del circuito cerrado (google)
  • quiero ver diplomas (google)
  • slip marcar paquete (google)
  • sitios de hombres en slip (google)
  • es bueno el allbran (google)
  • masturbare (msn)
  • adios profesor (msn)
  • topless (msn)
  • pastelería porno (surfear)
  • la primera cita (msn)
  • historias de las pastas (msn)


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martes, 12. agosto 2003

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Lucía y Carlos


Lucía está desolada. Carlos se ha suicidado por su culpa. Acababa de decirle que tenían que dejar de verse, que su relación no funcionaba y al salir de su casa tuvo un accidente. Ahora está muerto.

Había intentado explicárselo, era lo mejor para los dos; esperaba que él lo entendiese, pero se había enfadado. Ella se había mostrado firme porque, si no, la habría convencido. No parecía estar tan mal, ella pensaba que incluso se alegraba, era demasiada carga para los dos. Pero, en el viaducto de Serín, lanzó su coche contra la valla y salió volando. Alguna vez, al pasar por allí, le había comentado que ese sería un sitio ideal para suicidarse. Con la altura que tenía el puente, estaba garantizado el éxito. No había peligro de hacer el ridículo quedándose parapléjico. Muerte asegurada, sin alternativa para un milagro. Lo decía de una manera que a ella le daba miedo, pero jamás pensó que lo dijese en serio. Era culpa suya, tendría que haber sido más delicada. No supo explicarle lo que sentía y él se había enfadado. Si no lo hubiese dejado, aún estaría vivo.

Carlos estaba enfadado. No creía los motivos que le había dado Lucía para romper su relación. Siempre había sido pesimista, veía fantasmas que no existían. No tenía espíritu de lucha. En el fondo era lo mejor, quizás no estuviesen hechos el uno para el otro, pero no podía evitarlo. Le molestaba la irracionalidad, el autoengaño, el convencimiento sin reflexión. Habían quedado con unos amigos en Gijón y no estaba dispuesto a alterar sus planes, así que salió de Oviedo a toda velocidad, ya llegaba tarde. Si ella no venía, iría solo.

En el coche no podía pensar en otra cosa. Llevaban juntos casi un año, debería conocerle aunque fuese un poco. Todas las razones que le había dado para dejarlo eran absurdas. Tocó el colgante que tenía en el cuello, una pequeña caracola. Lo habían comprado en Almería, una tarde que volvían de Cabo de Gata. "Será tu amuleto de la suerte", había dicho Lucía. "Menuda suerte", pensó Carlos. No hacía ni dos meses que lo habían comprado. Aflojó el cuero y tirando de él se lo sacó por encima de la cabeza. Se estaba acercando al viaducto de Serín, una caída de varios cientos de metros. Se puso en el carril de adelantamiento y bajó la ventanilla. Sería un símbolo, librarse del recuerdo, arrojar por la ventanilla la relación y seguir camino, como si tal cosa.

Carlos lanzó el colgante, pero éste golpeó con el borde de la ventana y cayó a sus pies. Al agacharse para cogerlo, se despistó un segundo y su coche se fue contra la valla, golpeándola con violencia. Luego, salió rebotado al carril contrario. De una vuelta de campana saltó por encima del quitamiedos, precipitándose al vacío.



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martes, 5. agosto 2003

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Charquitos


Maite Sierra, decía la plaquita que había encima de su mesa. Al quedarse libre me había acercado y tomado asiento. Había apoyado el paraguas contra la pared. Afuera llovía y las gotas que había en la tela bajaban rodando. En el suelo se empezó a formar un charquito.

"Señorita Maite", le decía yo. "Tiene que haber algo para mí. Es imposible que en todos estos meses no haya aparecido ninguna cosa en la que me pueda emplear. No me cabe en la cabeza. Si, he mirado los anuncios de prensa, he ido a alguna entrevista. Si, ya lo sé, tengo la espalda regular, no puedo hacer esfuerzos. Lo de los ataques de pánico ya lo he superado, me estoy medicando. El último fue hace seis meses ya. Si, por favor, vuelva a consultar en su ordenador. Seguro que se le ha pasado algo".

Maite era una chica paciente, pero con carácter. Llevaba aguantándome desde hacía casi un año, cuando se me acabó el subsidio. Una vez al mes me acercaba por la oficina de empleo, pero siempre salía con los bolsillos vacíos. Ella me escuchaba y luego, con voz seria, me decía que no había nada. Incluso volvía a mirar en el ordenador, aunque ya sabía que no había pasado nada por alto. Maite parecía amable, pero yo sospechaba que en el fondo no me escuchaba. Ya lo había dicho mi mujer, "en la oficina de empleo no te escuchan. Tienes que dar unas cuantas voces e insistir en ver al supervisor. Ya verás como entonces te acaban encontrando algo".

Decidí hacer caso a mi mujer. Tomar una actitud firme, sin ser demasiado agresivo. Había perdido mi último trabajo tras sufrir un ataque, había perdido los estribos, me había comportado como un loco. No quería tener problemas aquí, en la oficina de empleo. Empecé a levantar la voz, le pedí a la señorita Maite que volviese a mirar ese estúpido cacharro. "Tiene que haber algo para mí", le decía.

Cuando pegué un puñetazo en la mesa, Maite sonrió. Miró alrededor y cuando se aseguró de que ya no nos observaba nadie, se inclinó sobre la mesa, acercándose a mí. Yo me acerqué a su vez para escucharla, un tanto asustado, pensando que estaría enfadada. Creía que me iba a llamar estúpido, que me iba a abofetear, dejar encerrado en el baño durante horas, durante toda la noche.

  • ¿Le ocurre a usted algo? -me preguntó.
  • No quiero volver a casa -respondí, sin saber muy bien lo que decía.
  • ¿Porqué chilla? ¿Quiere ver al supervisor?
  • Si, eso es. Quiero ver al supervisor.
  • Al jefe, ¿no? Al gran jefe. ¿Cree que eso va a servir para algo? ¿Cree que si hubiese algo no se lo habría ofrecido ya?
  • Quiero ver al supervisor, por favor, disculpe.
  • El jefe -se acercó más aún, bajando tanto la voz que me costaba oírla- el jefe es un auténtico imbécil. Si él no fuese el jefe seguro que ya tenía trabajo.
  • ¿Co...cómo?
  • Lo que oye. Un completo cabrón. ¿No se ha fijado en la cruz que hay en la esquina de su expediente? Mientras él esté aquí no encontraremos nada para usted. Nada de esquizofrénicos, ha dicho.

Me había puesto rojo de ira. No podía creer lo que estaba escuchando. Yo no era un esquizofrénico. Solo había perdido el sentido de lo que hacía una vez. Había ido al psiquiatra, tomaba una pastilla todos los días. "Está usted listo para llevar una vida normal" había dicho el médico. Una vida normal, eso es lo que dijo.

La señorita Maite cogió unos guantes que tenía junto a su bolso, encima de la mesita lateral auxiliar, se levantó y, sin dejar de sonreír, me invitó a seguirla.

  • No hay ningún problema en ver al supervisor, acompáñeme por favor.

Me levanté y la seguí. Por el camino, la señorita Maite se fue poniendo los guantes, unos finos guantes de piel marrón. Se detuvo delante de la puerta de un despacho, picó con los nudillos y sin esperar respuesta, abrió la puerta haciendo un gesto para que pasara. Ella entró detrás de mí, cerró la puerta y luego se acercó al supervisor, que nos miraba desconcertado. Estaba sentado tras una enorme mesa de madera oscura. Todo el lateral del despacho estaba ocupado por una estantería repleta de libros, revistas y algunas carpetas de archivo. Detrás suyo estaba una orla, así como numerosos diplomas de cursos de especialización.

  • Disculpe, pero este caballero desea hablar con usted unos minutos. Creo que debería escuchar lo que tiene que decirle.

El supervisor miró a la señorita Maite con un gesto hosco, enfadado probablemente por que hubiésemos entrado a su despacho sin permiso, sin anunciar el motivo de la visita, sin opciones de evitar una conversación que solo podía ser incómoda.

  • Bien, usted dirá -dijo el supervisor-. Estoy a punto de salir para una reunión pero puedo dedicarle un minuto.

La señorita Maite se había puesto a la derecha del supervisor. De la estantería cogió una pequeña estatua de bronce, un busto de Beethoven que se usaba de sujetalibros.

  • Bueno... un minuto es muy poco tiempo, no por dónde empezar. Tal vez debería volver un día que esté menos ocupado -comencé a decir.

Y mientras yo empezaba a disculparme, la señorita Maite golpeó con fuerza la cabeza del supervisor, que cayó sobre la mesa, golpeándose la frente con una carpeta de anillas. La cara se quedó ligeramente inclinada hacia la izquierda, apoyada sobre dos de las anillas. Luego la señorita Maite se acercó a mí, y tirando de mi brazo me llevó junto al supervisor. Este parecía mirarme, con una sonrisa torcida, como si le desagradara mi presencia.. La señorita Maite puso la estatua entre mis manos y, abrazándome por la espalda subió mis antebrazos. Luego los soltó, echándose hacia atrás, y el sujetalibros volvió a golpear la cabeza del supervisor. Esta vez, un chorro de sangre salió disparado desde el lugar del impacto, salpicándolo todo, la silla, los libros, los cuadros. Mi abrigo quedó completamente manchado, lleno de pequeñas gotitas de sangre, mi mujer se iba a enfadar.

La señorita Maite se quitó los guantes, se los guardó en el bolsillo y, sonriendo de nuevo me dijo:

  • Lo ha hecho usted muy bien. Todavía le han sobrado cuarenta y cinco segundos. ¿Ya sabe como va a empezar a explicar todo esto? Bueno, ahora disculpe, pero tengo que ponerme a chillar.

Mientras, un hilillo de sangre resbalaba por la mesa y en el suelo se empezó a formar un charquito.



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miércoles, 30. julio 2003

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                   BELIEVE



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