_______________________________________________________________________________________
miguel, 28 de septiembre de 2002, 8:24:14 CEST
Venezia
Iba de mi brazo y noté como se sobresaltaba.
- ¿Lo has visto, verdad? –le pregunté.
- Si.
- ¿Qué hacemos?
- ¿Es él?
- Marta, ¿qué dices? Estábamos con él cuando murió. En el hospital.
- Mira sus gestos, y su pelo. Y cómo se mueve.
- Vamos tras él –dije, tirando de Marta.
Lo seguimos. Las calles estaban llenas de gente, turistas como nosotros la mayoría. Al cabo de un rato ya no sabíamos donde estábamos, nos habíamos perdido. Entonces el hombre se paró a comprar un periódico.
- Tengo que hablarle –le dije a Marta.
Nos acercamos y le pregunté:
- Scusi signore. Credo que nos hemos perdido, siamo persi. Stiamo buscando il nostro hotel. Se chiama hotel Panada, é a San Marco.
- Certo! E molto vicino. Scusi, signorina, ma...Lei sta bene?
El desconocido miraba a Marta, que se había puesto pálida, la cara descompuesta. Ella echó a correr y se metió en un restaurante, camino del servicio.
Pedí disculpas y me fui tras Marta. Todavía estuvimos unos días más en Venecia y todo ese tiempo ambos, sin decirlo, estuvimos buscándolo. Aquel hombre era el vivo reflejo del padre de Marta, que había muerto hacía unos meses tras una corta enfermedad. No lo volvimos a ver.
... Link
_______________________________________________________________________________________
miguel, 11 de septiembre de 2002, 21:59:44 CEST
Piercing
Ayer robé un carro en el Carrefour. No es que me llevase uno de esos carros metálicos para casa, no. Iba con mi cesta y de repente vi ese carro lleno, me agarré a él y enfilé hacia las cajas.
Ya sé que suena raro, pero tiene explicación. No espero que suene convincente, pero el motivo es que alguien había preparado esa compra para mi. Me encontraba en la sección de verduras, intentando decidir qué tipo de comida sana iba a preparar durante esta semana que voy a estar solo. Un brecol, calabacín, berenjenas, cebolla, tomates ... todo eso estaba ya en el carro solitario, debidamente pesado y con la pegatina del precio puesta. Además había un par de bricks de leche Omega 3, unos yogures desnatados deDanone, cerveza San Miguel cero-cero, galletas de fibra y miel de Gerblé, un paquete de allbran de Kellogs, agua mineral Fuensanta, naranjas, manzanas, paraguayos, un par de plátanos, kiwis de Nueva Zelanda...
Miré a mi alrededor, no parecía que nadie se estuviese fijando. Dejé mi cesta en el suelo, y doblando el pasillo para alejarme del posible campo de visión del propietario del carro, me fuí directamente a pagar. Ya cuando estaba en el coche se me ocurrió que quizás hubiese sido preferible esperar, averiguar quién tenía unos gustos tan adorables. Yo no hubiese comprado la mayoría de estas cosas y estaba muy agradecido a la persona que había hecho la selección por mi.
Más tarde, ya en casa, mientras esperaba que dejase de humear la ración de verduras asadas, pensé que había hecho bien. Si me hubiese quedado para averiguar de quién era el carro, probablemente me habría llevado un buen chasco. Sería de una ancianita con las piernas hinchadas, de una jovencita con cara de intelectual y tremendamente aburrida o quizás de un chico estiloso con pinta gay. Pero como no lo había hecho, podía imaginarme lo que me diese la gana.
Levanté mi vaso y bebí un trago de cerveza a la salud de mi misteriosa amiga, la chica del piercing en el ombligo.
... Link
_______________________________________________________________________________________
miguel, 11 de septiembre de 2002, 12:15:42 CEST
Lo he hecho
Lo reconozco. Lo he hecho. He presentado con mi nombre un relato de John Updike a un concurso de relatos. Su traducción al español, tal cual. Solo he cambiado los nombres de los protagonistas. Y lo he enviado. Lo he hecho tres veces. No solo una. Tres.
Es por envidia, por impotencia, por vanidad. Es por eso que lo he hecho. La primera vez pasé algo de miedo, miedo a que me pillasen, al descrédito, a arruinar mi carrera de escritor incluso antes de que ésta comenzase. A una demanda también. No me considero tan bueno como John Updike, faltaría más, pero tampoco soy tan malo como para no estar ni siquiera entre los finalistas de los concursos a los que me he presentado. Que son unos cuantos, caramba.
Quién sabe, igual mi estilo no tiene mucho que ver con los gustos de la mayoría, al menos del gusto de los jueces que se olvidan de mí en sus deliberaciones. ¿Sería mi estilo en primera persona, los tema de mis relatos, mis historias nostálgicas a veces, tristes la mayoría, con personajes pretendidamente cómicos, aunque patéticos en el fondo?
Acababa de leer un cuento de John Updike, una historia pequeña, una anécdota que sucede en un supermercado. Una historia muy bien contada, de perfecta estructura, un cuento que desearía haber escrito yo. Y a las personas que participan de jurado, ¿les gustará el estilo de Updike? Si realmente lo hubiese escrito yo, ¿me seguirían olvidando en sus selecciones? Y lo hice. Copié el texto del cuento (A & P se titula), busqué un concurso cuyas bases se ajustasen al tamaño del relato y lo envié. Así de fácil. Así de irresponsable también. Sin pensar en las consecuencias.
Fue duro. Todo el tiempo que pasó desde que envié el relato hasta la fecha del fallo estuve muy nervioso, temeroso al llegar a casa, cada vez que sonaba el teléfono, a todas horas. Incluso pensé en enviar una carta al jurado confesando, diciéndoles que retiraran el relato del concurso. También rezaba. Bueno, no un rezo tal como se entiende que debería ser, porque no sé ninguna oración. Era como un trato con Dios: “que no se enteren y no volveré a escribir jamás”, “que no se enteren y empezaré a ir a misa todos los domingos” y todo tipo de tonterías.
Sabía que eran tonterías, yo no creo en ninguna otra vida además de la terrenal, ni en una deidad superior, pero por algún motivo hacía que me sintiera mejor. Recuerdo cuando tenía dieciséis años y se acercaba la fecha en que tenía que presentar un trabajo en clase. Había estado despreocupado, haciendo el vago, y cuando me puse con el trabajo, apenas me quedaba tiempo. Solo tenía una esperanza, que el profesor me llamase el último día. Durante toda la semana el profesor iba sacando a varios alumnos, y mi salvación sería que me llamase el viernes en vez del lunes. Me puse a rezar: “por favor, por favor, Dios, que me llame el viernes” y prometí que tiraría todas las revistas pornográficas que tenía debajo del colchón de la cama. “Dios, si me llama el viernes, prometo que tiraré todas las revistas a la basura, lo prometo, dejaré de hacerme pajas, nunca más me masturbaré, lo prometo, Dios, por favor, que me saque el viernes, por favor, por favor”.
Casualmente, el profesor se puso enfermo así que aún tuve todo el fin de semana por delante para preparar el trabajo. Me salió bastante bien y obtuve buena nota. Esa tarde, al llegar a casa, saqué las revistas para echarles un último vistazo, antes de deshacerme de ellas. Pero no pude. Miraba todas aquellas chicas, sus caras, tan familiares. No pude hacerlo. Era una promesa, pero no pude hacerlo. Además, ¿quién se iba a enterar? Aquellas chicas eran como… como novias mías casi. Mis mejores amigas. Y las únicas chicas con las que tenía relaciones sexuales. Así que volví a guardar las revistas debajo de la cama y me olvidé del asunto.
Al día siguiente del fallo, llamé al ayuntamiento (no diré cuál convocaba el premio) y pedí que me leyeran algunas partes del acta del jurado. Sabía que no había ganado el premio, supongo que en ese caso me hubiesen avisado personalmente (solo lo supongo porque no tengo experiencia ganando premios, no sé si ya lo había dicho). Pero mi nombre no estaba entre los seleccionados siquiera. Mi nombre, el relato de Updike.
Un par de meses después lo volví a hacer. Luego otra vez más. No quería pensar que hubiese sido casualidad. Un solo jurado no era significativo. Tenía que probar más veces. Y nada. Ni siquiera preseleccionado. Ni yo, ni Updike. Porque también enviaba mis relatos, paralelamente. Si me hubiesen premiado a mí, y a Updike ni lo hubiesen seleccionado, dejaría de escribir, sin duda. No tendría sentido. Pero no fue así. Las otras dos veces también falló el jurado.
Ese tercer intento fue el definitivo. Esa vez incluso usé su nombre como seudónimo: J. Updike. Tercera y última, no volví a hacerlo. Fuese lo que fuese lo que intentase demostrar ya estaba demostrado. No puedo decir bien qué era, no se trataba de convencerme de que los jurados no tienen buen criterio, supongo que tenía algo que ver con mi autoestima, pero tres intentos ya eran suficientes. Y corría bastantes riesgos inútilmente. Hubiese tenido muchos problemas, incluso es posible que me demandase la organización, o la editorial de Updike si ganaba. Ni era mi relato, ni era inédito, ni yo podía pensar que nadie se diese cuenta de ello. Y a cambio ¿qué hubiese ganado? Sería lo peor: descubriría que realmente tenía poco talento y además era un estúpido.
Ahora puedo seguir escribiendo. Escribo solo por el placer de hacerlo. Y disfruto mucho más. También me alegro de haber enviado el relato de Updike, no me arrepiento. Es como recordar haber sido un golfo en los años jóvenes. No puedo evitar sonreír al recordarlo, ahora que todo ha pasado. Incluso puedo presumir de ello. Pasado un mes desde el fallo, los cuentos han sido destruidos, triturados, ya no hay pruebas. Ahora puedo contarlo.
Espero publicar algún día mis cuentos. Porque, ¿qué es un relato, salvo unos folios manchados de letras, si nadie lo lee? Lo espero, y lo intentaré, pero ahora, en este momento, no tengo ninguna prisa.
... Link
_______________________________________________________________________________________
miguel, 27 de agosto de 2002, 8:51:30 CEST
La primera cita
Me presenté delante de mi madre.
¿Qué tal estoy? – pregunté.
Entonces mi madre se puso a chillar, como una histérica. Me dijo que me quitase la dichosa americana. ¿Por qué tienes que revolver en mi armario? -gritaba.
Estaba fuera de sí.
Y todo por la americana negra de mi padre. La americana del traje con el que se había casado, lo único que no se había llevado cuando nos abandonó. Por algún motivo mi madre lo había escondido.
Eso arruinó mi primera cita importante. La chica era muy bonita y no parecía importarle que llevase la americana nueva o no. Mi madre se había quedado llorando, encima de la tabla de planchar. Sus lágrimas estropearon mi primera cita. No importa, mamá. Hubo otras citas después.
Días más tarde, cuando salía para la entrevista de trabajo, mi madre revisó mi peinado, me miró de arriba abajo y dijo: ponte la americana de tu padre, te sienta bien. Él se ha marchado, dudo que vuelva y necesitamos el dinero.
Mi americana de sastre negra. La usé tanto que le salieron brillos por todas partes.
Años después, le pregunté a mi madre porqué se había enfadado tanto. Ella ya había curado sus heridas, pero todavía se acordaba.
Guardaba el traje para amortajar a tu padre –dijo.
Era una tradición antigua, el mejor traje para amortajar al muerto. Mi abuela, y su abuela habían guardado el traje de su boda. Supongo que aquel día, el de mi primera cita, mi madre aceptó que mi padre no iba a volver nunca.
... Link