Última actualización: 17/6/04 16:00
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Mascotas


Ir a trabajar en autobús da mucho juego. Hoy iba un chaval contándole a su amigo la última bronca que le había echado su padre. Estos días está haciendo bastante frío y al chaval se le ocurrió salir al jardín de su adosado con los apuntes, aprovechando que los débiles rayos de sol calentaban un poco. Entró a por un bolígrafo y vio la jaula del hamster. Así que la sacó al jardín, para que el animal también tomase el aire y disfrutase de la tarde.

El caso es que por la mañana, mientras buscaba sus apuntes, recordó que los había dejado fuera la tarde anterior. Y con ellos a su mascota. Debido probablemente a la helada que había caído, el animal estaba todo tieso, parecía un polo. Pensando que quizás todavía conservase alguna de sus constantes vitales, decidió combatir la hipotermia metiendo al bicho en el microondas. Dos minutos en la posición de descongelar.

El resto os lo podéis imaginar. Mientras el hamster “revivía”, el chaval se fue a la ducha. Su padre, al ir a calentar la leche se encontró el cadáver, se llevó un susto mayúsculo, y del asco que le dio decidió posponer el desayuno y marcharse a la oficina, no sin antes calentarle las orejas al chaval. Verbal y físicamente.

Al bajar del autobús no pude evitarlo, tuve que mirar hacia atrás y allí estaba, un chico de unos dieciséis años, con la oreja izquierda de un tamaño dos veces mayor que la derecha.



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Las cartas del río Guaire


- Gladys, no llores. - No te preocupes, Alejandro. - Yo... no sé. Es difícil. Por carta me imaginaba otra persona. Eres bella, aunque no era belleza lo que vine buscando a Caracas. Y lo siento, pero no te reconozco. Creo que no debemos dar este paso. - No, no es eso, Alejandro. He cometido un error, una tontería. No es culpa tuya. Si nos diéramos un poco de tiempo tal vez me conocieses como soy y tal vez te gustase. Pero ahora mismo solo soy un engaño. - No te entiendo. - Alejandro, no soy Gladys. Me llamo Ana Elisa. - ¿Ella te envía? ¿Quería saber como era antes de encontrarse conmigo? - No. No conozco a esa Gladys, si lo supiera le hubiese llevado tu carta. - ¿Mi carta? ¿De qué me hablas? - La otra semana, que hizo tanto calor, estuve en el paseo que hay junto al Guaire. Me quité los zapatos y metí los pies en el agua. Llevaba toda la semana muy achantada, y el paseo me estaba sentando muy bien. El agua refrescaba mis piernas y pequeños renacuajos se alborotaban alrededor de mis pies, haciéndome cosquillas. Flotando llegaron varias cartas, un pequeño montón, tres o cuatro cartas, sin abrir. Los destinatarios de todas ellas eran mujeres y todas las enviaban hombres. Supongo que no debía hacerlo, pero las abrí y las leí. La tuya también, por eso sé a qué has venido, qué querías. - Oh, vaya. De modo que tú no eres... qué desilusión. - Solo guardé tu carta. El sobre y las otras cartas las tiré en una papelera. Sino, te prometo que hubiese buscado a tu amada, y le hubiese llevado la carta. Era tan bonito lo que escribiste, deseaba tanto que me la hubieses escrito a mí... que incluso pensé que te podría engañar.

Alejandro estaba cabizbajo. Ana Elisa pensó que tenía la cara más triste que había visto en su vida.

  • ¿No puedes ir donde vive, sin más? –le preguntó Ana Elisa.
  • No he traído la dirección. Esperaba que nos viésemos aquí, en la estación. Y si no estaba, volvería a San Cristóbal. Sin pedir explicaciones.
  • Si, lo he leído. En la carta.
  • Claro.
  • ¿Qué vas a hacer?
  • Tomaré el primer tren de vuelta. De todas formas, creo que venir no era buena idea. Nunca creí en el amor a distancia, no sé como pude engañarme pensando que funcionaría.
  • ¿Porqué no te quedas en Caracas, al menos hasta mañana?
  • ¿Qué iba a hacer aquí? Además tendrás que volver a casa con tu marido, ¿no?
  • ¿Cómo sabes que estoy casada?
  • Por el anillo. Deberías habértelo quitado. Bueno, Elisa, será mejor que te vayas.

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  • Gladys, no esté usted triste.
  • Lleva más de dos semanas sin escribirme, Norberto.
  • Ya sabe que si hubiese llegado, lo primero que hubiese hecho era venir a verla, Gladys, aunque ya sabe que yo no apruebo esa relación. Un desconocido. Vaya usted a saber que tipo de hombre es.
  • Es un hombre tan sensible, tan delicado... que me extraña que no haya contestado a mi carta.
  • Lo que necesita usted, querida Gladys, es un hombre de verdad, un hombre como yo.
  • Pero Norberto, ¿tú no estás casado?
  • Gladys, ¿qué le hace pensar eso?
  • Por la marca del anillo. Aunque te lo hayas quitado, se nota la marca.
  • Ah, pero ya no lo llevo. Estamos prácticamente separados. Déjeme que le quite ese rizo de la cara, que no me deja ver lo bonita que es.
  • Norberto, eres muy galante, pero no eres como mi Alejandro.
  • Pero olvídese ya de él. Porqué no me deja pasar un ratito, y charlamos.
  • ¿Pero no estás trabajando, no tienes que repartir más cartas?
  • Si no me da tiempo, ya las tiro al río, cuando vuelva a la central. Ahora no se preocupe, mi querida Gladys. ¿Quiere que pase un rato a su casa? Mire que una mujer joven y bella como usted no puede estar sola tanto tiempo.

Gladys dejó pasar a Norberto. Pensaba que al fin y al cabo, no volvería a saber nada de Alejandro. Se arrepentía de haberle presionado, forzándole a venir, obligándole a formalizar esa relación que por carta era tan lejana. Suponía que se habría asustado.

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  • Ana Elisa, ¿qué vaina es esa otra vez? –dijo Norberto.
  • ¿A qué horas llegas, todo aguarapado?
  • Estuve con mis cámaras, chupando unos tragos.
  • Podías haber llamado. Te estuve esperando para cenar.
  • Pues caliéntamela, que tengo hambre.
  • Norberto, hueles a otra mujer, a mi no me engañas. Eres un marrano.
  • Ana Elisa, yo no estoy con otras mujeres. Si la que me gusta está aquí.
  • ¿Y tu anillo? ¿Dónde está? ¿Me lo quieres decir?
  • Aquí, aquí lo llevo, en el bolsillo. Es por las máquinas de la oficina. La clasificadora es peligrosa. Si te engancha el anillo te puede romper un dedo.
  • Me voy a la cama. Si quieres la cena, está en el horno.

Ana Elisa se metió en su habitación, cerrando de un portazo. Norberto se volvió y se fue a la cocina. Después de pasar la tarde con Gladys, se sentía hambriento. Posó el plato sobre la mesa y se olió el cuello de la camisa. Ana Elisa tenía razón, olía a Gladys. Y le encantaba. Era una bella mujer, pero un poco tonta. Mira que contarle a él, el cartero que le llevaba las cartas, su relación con el poeta de San Cristóbal.



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La pizzería


Estuve trabajando durante un tiempo en Gran Vía 123. Justo debajo había una pizzería y como a mí me encanta la comida italiana, iba día si, día no. El dueño era un poco gruñón, pero su pizza era la mejor. La masa tenía el tamaño adecuado y sabía deliciosa. Al final, cuando estaba cocinada, le añadía un majado con el orégano, que tenía mezclado con aceite de oliva y probablemente ajo picado muy fino.

Cuando abrieron el Telepizza en el 134, se quedó sin clientes. Nunca había sido un local abarrotado, pero ahora no entraba nadie. Yo dejé de ir habitualmente. Me resultaba un poco triste estar solo, y además el dueño se había vuelto aún más gruñón. Supongo que también, pasadas las primeras semanas, me había cansado de tanta pizza.

Un día, al llegar a trabajar encontré un coche de policía aparcado a la entrada. Ya se habían llevado el cadáver. El dueño se había suicidado, se había colgado del cuello usando el cinturón del pantalón, cuando ya se habían ido los empleados. Lo encontró la señora de la limpieza al día siguiente. El cinturón se había roto y había caído sobre el horno de pizzas. El rodillo había arrastrado el cuerpo y había salido por el otro extremo perfectamente cocinado, con los pantalones por las rodillas.

Los detalles me lo contó un empleado de la pizzería. Me lo encontré en un paso de peatones, cerca del Museo del Prado, un par de años después. Un tio majo, Antonio Carreiras se llama. Lo sé porque me dió una tarjeta. Ahora está de jefe de ventas en una empresa de transportes, ganando una pasta. Supongo que le vino muy bien el suicidio de su antiguo jefe.



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Estantería de recuerdos


Junto a Ghanesa, el elefante de la prosperidad, el recuerdo que Nacho había traído de su viaje por la India, estaba el jarrón que me había enviado Javi desde México. Cuando la gente lo veía yo les contaba que un amigo trabajaba en unas excavaciones cerca de Cuernavaca, en las Ruinas Tlahuica. Se había llevado cada pieza del jarrón escondida en los bolsillos del pantalón y luego lo había restaurado en su casa, antes de enviármelo. El jarrón -explicaba- pertenecía al período azteca temprano, aproximadamente del 1100 AD. En realidad era un jarrón de artesanía que me había llegado por correo ordinario, sin demasiado embalaje, y que venía hecho trocitos. Yo mismo lo había reconstruido.

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Amelia


- ¿Me quieres verdad? –me preguntaste. - Sí, más que a nada en el mundo. - ¿Confías en mí? - Si. - Entonces salta. Si te digo que puedes volar, puedes. - Está muy alto, cariño. - Vamos, puedes hacerlo.

Y salté. De pronto me sentí ligero. Extendí los brazos, ahuequé las manos y empecé a planear. No era volar exactamente, pero sí me sirvió para aterrizar suavemente en el patio. Tú, desde la azotea, sonreías.

  • ¡Es fantástico! –te dije-. Ahora salta tú.

Lo hiciste. Bajaste despacio, dando vueltas sobre ti misma, sonriendo cada vez que nuestras miradas se encontraban.

  • Si tu sueño es una pregunta, la respuesta es si –dijo Amelia.


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