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miguel, 7 de abril de 2003, 9:55:15 CEST
Zapatillas
Nota: este texto es el regalo de boda de Maribel Lacave. Alguien pensará que el tema no es muy apropiado, pero las cosas salieron así. Está basado en un post de Crónicas Hoteleras
Estaba en la recepción, sentado en un cómodo sofá, un poco escondido tras el ficus benjamina, cuando les vio entrar. Su mujer y aquel hombre que trabajaba en el ministerio de sanidad, el adjunto al secretario. Se echó un poco hacia atrás, intentando esconderse, no ser reconocido, pero ninguno de los dos, ni su mujer ni su amante se volvieron. Simplemente se acercaron a recepción y solicitaron la habitación que habían reservado.
Su amante se estaba retrasando, así que había escogido ese sitio en el salón porque le permitía dominar todo el hall y la recepción del hotel. Al ver entrar a su mujer se sorprendió; un guiño del destino que hacía que se citase con su amante a la misma hora en el mismo hotel que su esposa con el suyo. Aunque bien pensado, aquél era el lugar con más clase de la ciudad, los empleados discretos y convenientemente alejado del centro.
Su mujer firmó en el registro, él cogió la llave y desaparecieron de su vista. Fue un gesto tan familiar que no pudo evitar sonreír. Él hacía lo mismo: nunca firmaba en el registro, dejaba que ellas lo hiciesen, pero pagaba la factura al marchar, siempre en efectivo. Mientras ellas firmaban, tomaba la llave y se volvía en dirección a los ascensores, impaciente.
Al cabo de veinte minutos llegó su cita, pero no se quedaron en el hotel. Hubiese sido un tanto embarazoso que se encontrasen con su mujer al salir de la habitación. La acompañó a un taxi, disculpándose por la cancelación y se volvió a su casa. Discutieron. Ella pensaba que a él le había molestado el retraso. Él no quiso darle más detalles y ella se había enfadado. Había tenido muchas dificultades por llegar a la cita y no se explicaba el rechazo.
Al llegar a casa pidió algo de comer a un restaurante cercano que servía a domicilio, encendió la tele y se quitó los zapatos. Pero no encontraba las zapatillas. Sólo eso, quería sus zapatillas, estar cómodo en su propia casa. Empezó a revolver armarios, cajones, buscó debajo de la cama. No estaban. Era todo lo que pedía a su matrimonio, un poco de comodidad. Sus zapatillas. Volvió a repasar todos los sitios posibles, volvió a comprobar todos los armarios, debajo del sofá del salón, en los baños. Le trajeron su pizza y todavía estaba en calcetines. Aquello era más de lo que podía aguantar. Solo había una forma de averiguar dónde estaban sus zapatillas. Cogió el teléfono y marcó el número del hotel.
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miguel, 3 de abril de 2003, 7:11:28 CEST
Nostalgia
Me detuve y olfateé a mi alrededor. Como un sabueso. Debía ser él, el tipo que miraba el expositor de corbatas. Me puse a rebuscar entre un montón de carteras de bolsillo, mirando de reojo. El hombre dejó las corbatas y se dirigió a las escaleras mecánicas del centro comercial. Le seguí y en las escaleras me situé en el escalón contiguo al suyo. Mientras bajábamos volví a oler su perfume, aspirándolo como un drogata, imposible resistirse. En el segundo tramo el hombre pareció notar algo raro, y descendió un escalón más, alejándose de mí, aunque no lo suficiente para que no siguiese disfrutando de su olor. Luego dejé de seguirle y le perdí de vista.
Mónica usaba colonia de hombre, no recuerdo la marca. La última vez que había estado en casa también había sido la última que nos habíamos visto y aquel día, por la mañana, antes de que le acompañase a la estación, había notado que olvidaba deliberadamente su frasco de colonia en mi armario del baño. “Llévatelo –le dije. Yo no la voy a usar.”. Pero ella sonrió y me dijo que apenas quedaba. “Déjala ahí, no te preocupes”. Sabíamos que aquella era la última vez que nos íbamos a ver como amantes, así que no entendía el motivo de aquel abandono. Al volver a casa había cambiado el frasco de sitio, lo había enterrado en el botiquín.
Salí del Corte Inglés y regresé a casa. Una vez allí abrí la caja de las medicinas. En una esquina estaba el frasco. Lo abrí y me eché un poco de colonia en el cuello. Había perdido su frescura pero el olor era ese. De pronto la añoraba tanto.
Seguro que en ese momento había sonreído, sin saber porqué, también ella inundada de nostalgia.
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miguel, 25 de marzo de 2003, 8:18:29 CET
Un sol y un corazón
He sacado dos pastas de la caja y las he puesto junto a la taza de café. Me siento a desayunar. Una de las pastas tiene forma de sol y la otra de corazón. Me voy a comer el horóscopo del día. Más tarde, en el autobús, camino de la oficina, miro al cielo. Hay nubes y claros, pero al fondo se acerca una nube gris que amenaza con cubrirlo todo. Me apiado de mi corazón.
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miguel, 20 de marzo de 2003, 11:35:59 CET
El dedo (I)
Mi mujer está como una chota. Completamente chiflada. Mal de la cabeza. Se ha vuelto loca. Ha perdido el juicio totalmente y desvaría. Está muy mal. Me ha dejado.
El dedo (II)
Mi mujer se ha vuelto loca. Ha dicho que me dejaba, que me abandonaba. Discutimos, ella gritaba ("no te aguanto más, me voy" -decía), medio histérica. Mientras tanto trataba de quitarse el anillo, pero sus dedos se habían vuelto gorditos, ya no eran las manos estilizadas de su juventud. La escena era bastante lamentable: ella cada vez más enfadada, gritando cada vez más alto, con esa postura extraña, sujetándose la mano izquierda con las rodillas, que a su vez agarra el anillo mientras la mano derecha tiraba hacia arriba, con todas sus fuerzas, enfadándose más aún cada vez que yo, con voz tranquila le decía que se iba a hacer daño.
El dedo (III)
- Cariño, te vas a hacer daño.
- Cuando salga el anillo te lo voy a hacer tragar.
- Deja que te ayude, echaremos un poco de aceite.
- NO TE ACERQUES A MI, ALEJATE...
Entonces ha abierto un cajón de la cocina, cogido un pequeño machete para carne y se ha amputado el dedo. Sin pensarlo. Ha puesto el dedo encima de la meseta, pegado al borde para no cortarse los otros dedos y de un certero golpe se lo ha amputado. Ha abierto la ventana y tal cual estaba, con anillo incluido, lo ha tirado.
El dedo (IV)
Mi mujer se ha vuelto loca. Está majareta. Se ha amputado un dedo y lo ha tirado por la ventana. Luego se ha vuelto hacia mi, con el machete en la mano, sonriendo. He salido pitando. Bajé los escalones de dos en dos. Como para esperar al ascensor.
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miguel, 9 de marzo de 2003, 22:49:29 CET
Sinapsis
- Estoy de los nervios.
- Ah. ¿Y qué se siente?
- Se siente una mal. ¿Tú nunca te pones nervioso?
- Creo que no. No lo sé.
- ¿Nunca estás preocupado, ansioso, agobiado, impaciente?
- Soy un insensible.
- Una estatua.
- De carne y hueso.
- Te amo.
- Lo siento. No puede corresponderte. Podemos practicar sexo, pero no hacer el amor.
- ¿Y mis besos, no te resultan placenteros mis besos?
- Siento cosquillas en el cuello, eso es cierto. Y si me pinchas con un alfiler, sentiré dolor.
- No me lo creo.
- ¿Porqué estás nerviosa?
- Tú me pones nervioso.
- Estás de los nervios.
- Eso es.
- ¿Por eso tienes la piel de gallina?
- Sí. Y más cosas. También noto que mi corazón late más deprisa. Toca.
- Es cierto, un poco más y mi mano rebotaría.
- ¿Te gusta mi pecho?
- Para qué negarlo. Es una sensación agradable.
- Entonces quizás lo pueda conseguir.
- ¿Conseguir qué?
- Que sientas algo.
- ¿Algo de qué?
- Algo por mí.
- Eso es imposible. Tendrías que esforzarte tanto que te agotarías. Te quedarías vacía, como si alguien te hubiese absorbido, como si fuesen los restos de una serpiente que acabase de mudar de piel. Pero la culpa es mía. De los conectores en realidad. Supongo que el impulso eléctrico se produce, pero el cable no llega a ningún lado, las neuronas están desconectadas.
- Yo creo que podría conseguirlo. Si tú pusieras algo de tu parte.
- Mira, si quieres mentiré. Diré que te quiero, intentaré que seas feliz. Eso es lo más que puedo hacer por ti.
- Eso no es justo.
- Ya lo sé. Nunca sabrías si lo has conseguido realmente, pensarías que estoy fingiendo.
- Eso no me haría feliz en absoluto. Prefiero que no finjas.
- ¿Qué quieres hacer?
- De momento, sigamos caminando. Me encantan los atardeceres.
- Mira, el sol se va a ocultar justo detrás del cabo de Trafalgar.
- Creo que es la puesta de sol más bonita que he visto nunca.
- Aquí siempre son así de bonitas. Te acabas acostumbrando. ¿Lloras?
- Si.
- ¿Lloras por lo bella que es la puesta de sol?
- Lloro por muchas cosas. Sobre todo por tí, porque nunca podrás saber lo que es la felicidad.
- Pero si no me importa. No tienes que estar triste por ello. De verdad que no me importa.
El sol, a punto de retirarse, se había vuelto una gran bola roja, que se reflejaba en el mar verde esmeralda, llenandole de brillos. El cielo estaba límpio. Esta noche se verían las luces de Tanger desde la habitación del hotel.
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