Última actualización: 17/6/04 16:00
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Un día cualquiera (II)


por Esperanza Fabregat

Sabía yo que me lo encontraba en el bar. Él con decir que está jubilado, tiene bastante. Y mira que le dije que me iba con él al aeropuerto. Sabía yo…

- Mírale, que bien está, aquí en la terracita tomando el sol mientras su mujer va a hacer la compra. No, si… vaya como viven algunos.

Y claro, le aguanto porque está la niña, si no de qué. Pero se irá, mi Ana se irá pronto. Qué vería yo en este hombre. Incapaz de mover el culo de la silla. Con el coche en mitad de la calle como si no fuese suyo. Y luego dirá que la multa es injusta. Pero me voy. En cuanto mi Ana se vaya, le dejo. Que una aún está de buen ver y míralo a él, viejo, arrugado, fofo. Yo podría haber tenido al que hubiera querido. Y todavía hoy,… pero he sacrificado mi vida al lado de semejante elemento. Si parece que está lelo, con esa sonrisita de medio lado. Me decía mi madre que era tonto. Y vaya si lo era. Mi madre, la pobre, que en la gloria de Dios esté, cuánto sabía de hombres. Dos sobres de azúcar, claro. Así le ha ido. Si me lo dicen todos, hay que ver cómo se ha puesto Juan. Dice él que es la hipoglucemia esa. A mí me la va a dar. Odio que haga como que no me ve.

- Pero deja de mirarme con esa cara de tonto. Que pareces gilipollas. Y di algo, podías contestar.

Es increíble. Todo el bar me mira ya. Luego me dice que parezco una verdulera. ¡No tiene sangre! Lo parieron entre horchata y todo le importa un pito. Pero no le paso otra. Hoy me va a oír cuando lleguemos a casa. Le hago la maleta y se la pongo en la calle, no le aguanto más.

Entonces Juan se quitó la dentadura postiza y la dejó caer en el vaso del café, un café con la sonrisa ladeada.

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Un día cualquiera (I)


Acabo de sentarme y ya está aquí la bruja. Qué mala suerte. Como si no tuviese ya suficiente. Había tenido que llevar a Ana al aeropuerto temprano y al volver no hubo forma de aparcar el coche. Llevo casi una hora dando vueltas y justo ahora que decido dejarlo en segunda fila mientras tomo un café aparece. Seguro que me suelta el rollo. Ah, aquí viene mi desayuno.

  • Mírale, que bien está, aquí en la terracita tomando el sol mientras su mujer va a hacer la compra. No, si… vaya como viven algunos.

Ya, te da igual que no haya desayunado y que si no tomo algo dulce me va a dar un ataque. Como si no lo supieses solo con mirarme. Cuando tiemblo y me sudan las manos. Pero te da igual mi hipoglucemia.

  • ¿Pero qué hace el coche en medio de la calle? Pero Juan, ¿cómo has dejado el coche ahí? ¿Pero estás atontado?

Joer, no puede pegar más voces la tía. A ella qué le importa donde he dejado el coche. Soy yo el que se ha tirado una hora dando vueltas, que estoy harto. Y a punto de desmayarme. A ver si se marcha rápido que necesito comer ese donut. Además, para eso estoy aquí en la terraza, para vigilar por si viene un policía.

  • Pero deja de mirarme con esa cara de tonto. Que pareces gilipollas. Y di algo, podías contestar.

Lo soporto por la niña, pero Ana cualquier día se marcha de casa. Yo ya estoy jubilado, no tengo porqué aguantar esto. Se pasa todo el día insultandome, no importa si hay alguien delante. Pero no, yo no me voy a poner a su altura. No pienso contestarla. No pienso abrir la boca.

  • Claro, el señorito está muy cómodo ahí, tomando el sol, no le preocupa nada. Todo le da igual, solo piensa en sí mismo. Pero tú sigue, no te inmutes, vacía los dos sobres de azúcar en el café. Si total, solo es tu mujer la que está hablando.

Estupendo, grita más, si la gente está encantada con el numerito. La verdad, yo no te aguanto ni tú me aguantas a mí.. No sé que hacemos juntos.

  • Deja de mirarme con esa sonrisa estúpida y dime algo, que pareces subnormal.

¿Yo sonreír? De eso nada. Te lo parecerá pero yo no sonrío.

Entonces Juan se quitó la dentadura postiza y la dejó caer en el vaso del café, un café con la sonrisa ladeada.

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Un viejo en una silla de ruedas


El domingo por la tarde me fui a dar un paseo con mi hijo pequeño por el parque San Francisco. No había una nube en el cielo, la temperatura era agradable y el parque estaba radiante, con los árboles en flor, el verde inundándolo todo.

Llevaba de la mano a mi hijo, camino del kiosco de los helados cuando me fijé en el hombre de la silla de ruedas, que iba empujada por una joven de aspecto latinoamericano, acercándose en nuestra dirección. Ella seguramente sería ecuatoriana, una comunidad que parecía haberse especializado en cuidar ancianos y enfermos. A los viejitos les gustaba su suavidad y dulzura.

El viejo inclinó escasamente la cabeza a su derecha y escupió al suelo. Mi instinto inmediato fue tirar de mi hijo y alejarnos un poco de su trayectoria, para no pisar los esputos. Justo cuando estábamos a su altura, el viejo volvió a escupir. Le miré de reojo, pero lo que vi caer no era saliva, sino una flor. Una pequeña flor de pétalos blancos que se iba volviendo roja a medida que se acercaba al cáliz.

Me quedé parado, viendo como se alejaban, y luego cogí la flor. Era auténtica. Una flor, una delicada flor que se deshizo en mis manos apenas la toqué. Tiré de mi hijo y seguimos a la pareja. A los pocos metros, el hombre volvió a escupir y esta vez me fijé con atención. ¡Una flor! ¡Era increíble! ¡Al hombre le había salido una flor de la boca! Estaba tan asombrado que me acerqué a la chica y le pregunté:

  • Perdone. Disculpe la pregunta, pero... este hombre... le salen flores por la boca.

La chica se detuvo y me sonrió. Mientras tanto, el anciano seguía en la misma postura, sin dar la impresión de haberme escuchado.

  • Pues sí, así es. Un día enfermó y no volvió a hablar, pero cada poco escupe una pequeña flor. Son suaves y preciosas, pero se quiebran con mucha facilidad.
  • ¡Pero esto es extraordinario! ¿Y los médicos que dicen? ¿Cómo no ha salido en los periódicos, en la TV?
  • Yo no lo sé -contestó la chica-. Yo solo llevo dos meses con don Alejandro, no sé nada, y la señora no quiere decirme. Dice que no quiere publicidad.

Estaba perplejo. Deseaba preguntarle más cosas a la cuidadora, averiguar quién era don Alejandro, pero habían continuado su paseo y nosotros íbamos en dirección contraria.

  • Papá, ¿por qué le salían flores de la boca a ese señor? –me preguntó mi hijo.
  • Pues no lo sé. Quizás era un poeta que enfermó y ahora, en vez de versos, le salen flores. ¿De qué quieres el helado?
  • De fresa y nata.


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Evasivas


Yo pensaba que ese disco era "nuestro" disco. Al menos para mí lo era. El disco que pusimos cuando nos enrollamos, el que poníamos en ocasiones especiales. Cuando sonaba alguna de las canciones en la radio o la pinchaban en un bar siempre pensaba en ti. Si estábamos juntos nos besábamos.

Pude adelantar el viaje y decidí no avisarte. Al entrar en casa me sorprendió escuchar la dulce voz de María Creuza dando vueltas por el salón, al ritmo de nuestro viejo vinilo que también giraba en el tocadiscos. La iluminación era tenue, había dos copas vacías sobre la mesa. Despacito, porque se me había caído el alma a los pies y cada paso que daba dolía, fui hasta nuestra habitación.

Al menos no anduviste con evasivas estúpidas. "Sí, es lo que parece" -dijiste.



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Regalo de cumpleaños


Mis padres tenían una casa de comidas en la sierra, donde vivíamos. No era la zona más turística, pero les iba bastante bien. Tenían una clientela habitual que sabía lo que podían comer allí, muchos productos naturales y comida casera de verdad. Los pollos eran de corral, el arroz con leche se hacía con leche de nuestras vacas, hasta las lechugas eran de un pequeño huerto que teníamos detrás de casa.

Desde pequeño yo me ocupaba de los conejos. Me encantaba tocarles la naricilla, acariciar su pelo tan suave. Les daba su ración diaria de heno y perdigón, a veces manzanas o melocotones, y también limpiaba su jaula. Lucía, una vecina del pueblo venía muchas veces conmigo después de clase y me ayudaba. Allí metidos pasamos muchas tardes, jugando con los conejos a papás y mamás.

Un día, cuando iba a cumplir los doce años, mi madre me preguntó qué quería como regalo de cumpleaños. Estábamos en la cocina y mi madre lavaba verduras en el fregadero. Yo miré por la ventana, en dirección a la conejera y le contesté:

  • Mamá, lo que quiero es que a partir de ahora traigas tú los conejos a la cocina. No soporto decidir cual de ellos será el próximo.


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