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miguel, 2 de julio de 2003, 12:29:01 CEST
Sucedió el año anterior
Sucedió el año anterior, cuando todavía estabamos juntos. Nos habíamos ido a la playa y como niños habíamos construido un pequeño poblado de arena. Alrededor de la casa principal, nuestra casa, una especie pirámide con una puerta y dos pequeñas ventanas, habíamos levantado otras más pequeñas para los vecinos, el colegio, el parque, la panadería.
Tras un rato de trabajo, nos pusimos de pie para darnos un baño y contemplamos nuestra obra sintiéndonos un poco como dioses. Podíamos hacer lo que quisiéramos. Fuese lo que fuese estaría bien. Al volver del agua, alguien había destruido nuestro poblado y solo quedaba en pié nuestra casa, con su pequeño muro alrededor. Recuerdo tu risa, señalando el caos en que se había convertido nuestro mundo. Y abrazándome dijiste: “así es nuestro amor, no importa lo que pase, nada podrá derribarlo”.
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miguel, 20 de junio de 2003, 9:39:42 CEST
Pesadillas
El niño pasó la noche con muchas pesadillas. Hablaba en sueños y cada poco se despertaba. Al final acabamos llevándonoslo a nuestra cama, donde no paró de moverse, dar patadas, perseguido por voces interiores. Por la mañana estábamos todos agotados. Cuando iba a entrar al colegio le entró un ataque de pánico. “Papá, no vayas al trabajo –decía-. Volvamos a casa”. Estaba muerto de miedo. Me lo estaba contando mi marido, hablando por el móvil desde el coche cuando un autobús se lo ha llevado por delante. Está clínicamente muerto.
Y aquí estoy, sin saber que hacer. Ni en qué pensaré cuando el niño vuelva a tener pesadillas
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miguel, 7 de junio de 2003, 21:23:00 CEST
Enfrente
Han tirado el edificio que se veía desde mi ventana. Ahora es un solar vacío y cuando me asomo a la ventana lo echo de menos. Estaba tan viejo que daba pena. Su dueño, otro viejo, se había muerto hacía unos veinte años y por esas cosas extrañas que tienen las herencias, se había quedado abandonado.
Allí fueron mis primeros escarceos sexuales, y los de mis amigos del colegio también. Al principio era divertido, estaba algo sucio, pero había muchas habitaciones y siempre te encontrabas a alguien conocido por allí. Yo tenía que entrar con cuidado de que no me viesen en casa y escoger las habitaciones que daban a un patio interior.
Luego dejamos de ir. Aquello se llenó de yonkis y era peligroso. El suelo estaba lleno de jeringuillas, siempre había alguien con aspecto de estar muerto tirado en el pasillo, en la cocina, en la bañera. Hasta que un día sucedió de verdad, un chico murió de sobredosis. Me sonaba del instituto, aunque era tres o cuatro años mayor. Ví como lo sacaban, lo metían en un ambulancia y se iban. Sin sirena, no había prisa.
Entonces tapiaron las ventanas y puertas del piso bajo y solo entraban los gatos. No sé cuantos habría pero cuando llegaba la época del celo aquello se llenaba de lloros de niño y peleas nocturnas. Cuando empezaba a hacer calor, la calle entera olía a pis de gato.
Esta semana lo han tirado. Una pala enorme lo ha echado abajo y se han llevado los escombros en camiones.
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miguel, 23 de mayo de 2003, 0:26:54 CEST
Binomio doble
Por Esperanza Fabregat
Paso cada mañana por la puerta de “Don Jaime”, el restaurante más caro del barrio. Luego sigo caminando hacia “Los cuatro hermanos” y es allí donde desayuno. Café, tostada y zumo, dos euros. Cada mañana desde que entré a trabajar en la tienda. Pero al pasar por Don Jaime me detengo a leer la carta. Es como un paraíso del desayuno. Tortitas, buñuelos, hojaldres. Esta semana hay una novedad: Alhaja con miel. Doce euros. ¡Doce euros! Puedo desayunar durante seis días por ese precio. Y el del café no dice nada. Seguro que lo cobran aparte. Sigo leyendo. Café tres euros. Pero me he prometido que hoy entraré. Y probaré esa delicia de miel.
La mesa está junto a la ventana. Es curioso que la calle se vea tan distinta desde este lado. Nunca me había fijado en el luminoso de la óptica de la esquina. Hay una letra que no se enciende. Se lee: Ópt ca San Pedro. Se acerca el camarero.
-¿Qué desea tomar?
En Los cuatro hermanos me dicen todos los días “¿lo de siempre, chata?” Si no fuese por que el café está bueno iba yo a consentir que me llamaran chata. El camarero espera.
-Alhaja con miel, por favor.
La calefacción está algo alta para mi gusto. En invierno es una lata entrar en los locales así. Tienes que empezar a quitarte capas y parece que no terminas nunca. Menos mal que la mesa es amplia y hay otra silla para dejarlo todo.
-¿Algo más?
-Café con leche, por favor.
Está bien que tome algo nuevo, por probar, pero el café no lo perdono. Y huele a café desde que entré por la puerta. Me ha parecido notar una mirada de desdén en el camarero. Tal vez sean imaginaciones mías. O tal vez se ha fijado en mi abrigo de hace tres temporadas. O en el bolso de imitación de Gucci.
Vuelve el camarero.
-Disculpe, señora, ¿la alhaja la tomará fría o caliente?
Vaya por Dios. Dudo. En la calle debe haber tres o cuatro grados.
-Mejor caliente.
Empiezo a pensar en la dichosa alhaja. ¿Y si no me gusta ¿Cómo he podido pedir algo sin saber qué es? Será algo pringoso y me mancharé entera mientras la como. Menudo ridículo. Quién me mandará meterme en estos líos. Tal vez no, Tal vez sea algo exquisito. No en vano cobran doce euros por ello. Sin darme cuenta, he ido enrollando el bordecito de la servilleta de tela hasta dejarla hecha un canutillo. No es algo que daba hacerse en un lugar tan distinguido, supongo.
Vuelve el camarero. Trae la bandeja en alto. Le veo acercarse por entre las mesas pero no puedo ver lo que lleva. ¿Será grande? Por fin llega junto a mí.
Deja sobre la mesa una taza de porcelana. Es mi café.
-Su alhaja vendrá en seguida. Al ser caliente, lleva más tiempo prepararla.
Más tiempo. No debí pedir esa cosa. Igual no me gusta nada. Sería horrible probarla y que sepa a rayos. La gente de por aquí es muy fina para escupir sobre el mantel el pedazo que me meta a la boca. Y yo me conozco. Sí. Si no me gusta el sabor, lo sacaré de la boca. Lo sé. Que me ha pasado más veces.
Dejo los quince euros que sumo mentalmente sobre la mesa, sin propina, sin probar el café, y salgo del local. Camino rápido porque se me hará tarde. Entro en “Los cuatro hermanos”, me siento en casa.
-Luis, chato, lo de siempre.
Hoy no va a venir
por Miguel
"Que raro que se retrase. Para un día que me adelanto y pongo la tostada en la plancha... Suele ser muy puntual, siempre a la misma hora está aquí y trae preparadas las monedas. En cuanto le sirvo ya me paga. Su café, tostada y zumo. Menos mal que no he hecho el zumo, se le irían las vitaminas."
Luís entra en la cocina y sale un minuto después con una tortilla recién hecha.
"Igual está enferma, últimamente tiene cara de cansancio. Aunque claro, qué cara va a tener si viene a desayunar aquí. Que tengo el mismo mobiliario de cuando mi padre se jubiló. Y tampoco puede mirar a la calle. Solo se ve el dichoso bajo
ese. Menos mal que ya lo han alquilado. Mira que lleva años el cartel de "Reformas y contratas". Justo se tuvo que caer la primera "t". A ver si abren una peluquería moderna. O una joyería, llena de collares y alhajas. Algo que le de un poco de nivel a la calle."
Un cliente ha dejado la puerta abierta y Luís se acerca para cerrarla. En la calle debe haber tres o cuatro grados y la calefacción no funciona demasiado bien. Antes de cerrar se asoma, pero parece que hoy no va a venir.
"Se habrá resfriado, seguro. Si le echase un chorrito de miel en la tostada, eso si que protege. Con eso no hay catarro que se atreva. Tengo que ofrecérselo, siempre le pongo la mantequilla y mermelada sin preguntar. Parece buena chica, un poco callada, pero buena chica. Bueno, muy callada, porque mira que intento parecer amable, darle confianza, pero nunca se anima, siempre tan seria."
Justo cuando Luis va a servir un café con porras a los clientes del final de la barra la ve entrar. Pero hoy es diferente, algo sucede. Deja los cafés, echa un chorrito de leche y entonces se da cuenta. Se da la vuelta y la mira. La chica está sonriendo.
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miguel, 20 de mayo de 2003, 19:23:31 CEST
Todos los días subo por la misma calle para ir a trabajar. Muy cerca de mi oficina, haciendo esquina hay una frutería y siempre paso por delante a las ocho y cuarto. A esa hora la frutera, una chica joven con el pelo teñido de rubio, está colocando las cajas de fresas, naranjas, verduras...
Esta semana, al pasar me he fijado que se ha cortado el pelo y también le ha cambiado el tono; ahora lo lleva más rojizo, muy moderno. Le queda muy bien, pero como nunca he hablado con ella no veo el motivo para decírselo.
¿Y porqué no? -pensé. Así que me di la vuelta, abrí ligeramente la puerta del comercio y se lo dije. Le expliqué que todos los días paso por delante mientras coloca la fruta y que le queda muy bien el cambio de imagen. Ha sonreído y me ha dado las gracias.
Hoy al pasar por delante de la tienda, a la misma hora, me ha visto y nos hemos saludado.
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