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miguel, 5 de agosto de 2003, 20:01:29 CEST
Charquitos
Maite Sierra, decía la plaquita que había encima de su mesa. Al quedarse libre me había acercado y tomado asiento. Había apoyado el paraguas contra la pared. Afuera llovía y las gotas que había en la tela bajaban rodando. En el suelo se empezó a formar un charquito.
"Señorita Maite", le decía yo. "Tiene que haber algo para mí. Es imposible que en todos estos meses no haya aparecido ninguna cosa en la que me pueda emplear. No me cabe en la cabeza. Si, he mirado los anuncios de prensa, he ido a alguna entrevista. Si, ya lo sé, tengo la espalda regular, no puedo hacer esfuerzos. Lo de los ataques de pánico ya lo he superado, me estoy medicando. El último fue hace seis meses ya. Si, por favor, vuelva a consultar en su ordenador. Seguro que se le ha pasado algo".
Maite era una chica paciente, pero con carácter. Llevaba aguantándome desde hacía casi un año, cuando se me acabó el subsidio. Una vez al mes me acercaba por la oficina de empleo, pero siempre salía con los bolsillos vacíos. Ella me escuchaba y luego, con voz seria, me decía que no había nada. Incluso volvía a mirar en el ordenador, aunque ya sabía que no había pasado nada por alto. Maite parecía amable, pero yo sospechaba que en el fondo no me escuchaba. Ya lo había dicho mi mujer, "en la oficina de empleo no te escuchan. Tienes que dar unas cuantas voces e insistir en ver al supervisor. Ya verás como entonces te acaban encontrando algo".
Decidí hacer caso a mi mujer. Tomar una actitud firme, sin ser demasiado agresivo. Había perdido mi último trabajo tras sufrir un ataque, había perdido los estribos, me había comportado como un loco. No quería tener problemas aquí, en la oficina de empleo. Empecé a levantar la voz, le pedí a la señorita Maite que volviese a mirar ese estúpido cacharro. "Tiene que haber algo para mí", le decía.
Cuando pegué un puñetazo en la mesa, Maite sonrió. Miró alrededor y cuando se aseguró de que ya no nos observaba nadie, se inclinó sobre la mesa, acercándose a mí. Yo me acerqué a su vez para escucharla, un tanto asustado, pensando que estaría enfadada. Creía que me iba a llamar estúpido, que me iba a abofetear, dejar encerrado en el baño durante horas, durante toda la noche.
- ¿Le ocurre a usted algo? -me preguntó.
- No quiero volver a casa -respondí, sin saber muy bien lo que decía.
- ¿Porqué chilla? ¿Quiere ver al supervisor?
- Si, eso es. Quiero ver al supervisor.
- Al jefe, ¿no? Al gran jefe. ¿Cree que eso va a servir para algo? ¿Cree que si hubiese algo no se lo habría ofrecido ya?
- Quiero ver al supervisor, por favor, disculpe.
- El jefe -se acercó más aún, bajando tanto la voz que me costaba oírla- el jefe es un auténtico imbécil. Si él no fuese el jefe seguro que ya tenía trabajo.
- ¿Co...cómo?
- Lo que oye. Un completo cabrón. ¿No se ha fijado en la cruz que hay en la esquina de su expediente? Mientras él esté aquí no encontraremos nada para usted. Nada de esquizofrénicos, ha dicho.
Me había puesto rojo de ira. No podía creer lo que estaba escuchando. Yo no era un esquizofrénico. Solo había perdido el sentido de lo que hacía una vez. Había ido al psiquiatra, tomaba una pastilla todos los días. "Está usted listo para llevar una vida normal" había dicho el médico. Una vida normal, eso es lo que dijo.
La señorita Maite cogió unos guantes que tenía junto a su bolso, encima de la mesita lateral auxiliar, se levantó y, sin dejar de sonreír, me invitó a seguirla.
- No hay ningún problema en ver al supervisor, acompáñeme por favor.
Me levanté y la seguí. Por el camino, la señorita Maite se fue poniendo los guantes, unos finos guantes de piel marrón. Se detuvo delante de la puerta de un despacho, picó con los nudillos y sin esperar respuesta, abrió la puerta haciendo un gesto para que pasara. Ella entró detrás de mí, cerró la puerta y luego se acercó al supervisor, que nos miraba desconcertado. Estaba sentado tras una enorme mesa de madera oscura. Todo el lateral del despacho estaba ocupado por una estantería repleta de libros, revistas y algunas carpetas de archivo. Detrás suyo estaba una orla, así como numerosos diplomas de cursos de especialización.
- Disculpe, pero este caballero desea hablar con usted unos minutos. Creo que debería escuchar lo que tiene que decirle.
El supervisor miró a la señorita Maite con un gesto hosco, enfadado probablemente por que hubiésemos entrado a su despacho sin permiso, sin anunciar el motivo de la visita, sin opciones de evitar una conversación que solo podía ser incómoda.
- Bien, usted dirá -dijo el supervisor-. Estoy a punto de salir para una reunión pero puedo dedicarle un minuto.
La señorita Maite se había puesto a la derecha del supervisor. De la estantería cogió una pequeña estatua de bronce, un busto de Beethoven que se usaba de sujetalibros.
- Bueno... un minuto es muy poco tiempo, no por dónde empezar. Tal vez debería volver un día que esté menos ocupado -comencé a decir.
Y mientras yo empezaba a disculparme, la señorita Maite golpeó con fuerza la cabeza del supervisor, que cayó sobre la mesa, golpeándose la frente con una carpeta de anillas. La cara se quedó ligeramente inclinada hacia la izquierda, apoyada sobre dos de las anillas. Luego la señorita Maite se acercó a mí, y tirando de mi brazo me llevó junto al supervisor. Este parecía mirarme, con una sonrisa torcida, como si le desagradara mi presencia.. La señorita Maite puso la estatua entre mis manos y, abrazándome por la espalda subió mis antebrazos. Luego los soltó, echándose hacia atrás, y el sujetalibros volvió a golpear la cabeza del supervisor. Esta vez, un chorro de sangre salió disparado desde el lugar del impacto, salpicándolo todo, la silla, los libros, los cuadros. Mi abrigo quedó completamente manchado, lleno de pequeñas gotitas de sangre, mi mujer se iba a enfadar.
La señorita Maite se quitó los guantes, se los guardó en el bolsillo y, sonriendo de nuevo me dijo:
- Lo ha hecho usted muy bien. Todavía le han sobrado cuarenta y cinco segundos. ¿Ya sabe como va a empezar a explicar todo esto? Bueno, ahora disculpe, pero tengo que ponerme a chillar.
Mientras, un hilillo de sangre resbalaba por la mesa y en el suelo se empezó a formar un charquito.
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