por Esperanza Fabregat
Sabía yo que me lo encontraba en el bar. Él con decir que está jubilado, tiene bastante. Y mira que le dije que me iba con él al aeropuerto. Sabía yo…
- Mírale, que bien está, aquí en la terracita tomando el sol mientras su mujer va a hacer la compra. No, si… vaya como viven algunos.
Y claro, le aguanto porque está la niña, si no de qué. Pero se irá, mi Ana se irá pronto. Qué vería yo en este hombre. Incapaz de mover el culo de la silla. Con el coche en mitad de la calle como si no fuese suyo. Y luego dirá que la multa es injusta. Pero me voy. En cuanto mi Ana se vaya, le dejo. Que una aún está de buen ver y míralo a él, viejo, arrugado, fofo. Yo podría haber tenido al que hubiera querido. Y todavía hoy,… pero he sacrificado mi vida al lado de semejante elemento. Si parece que está lelo, con esa sonrisita de medio lado. Me decía mi madre que era tonto. Y vaya si lo era. Mi madre, la pobre, que en la gloria de Dios esté, cuánto sabía de hombres. Dos sobres de azúcar, claro. Así le ha ido. Si me lo dicen todos, hay que ver cómo se ha puesto Juan. Dice él que es la hipoglucemia esa. A mí me la va a dar. Odio que haga como que no me ve.
- Pero deja de mirarme con esa cara de tonto. Que pareces gilipollas. Y di algo, podías contestar.
Es increíble. Todo el bar me mira ya. Luego me dice que parezco una verdulera. ¡No tiene sangre! Lo parieron entre horchata y todo le importa un pito. Pero no le paso otra. Hoy me va a oír cuando lleguemos a casa. Le hago la maleta y se la pongo en la calle, no le aguanto más.
Entonces Juan se quitó la dentadura postiza y la dejó caer en el vaso del café, un café con la sonrisa ladeada.
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