Nota: este texto es el regalo de boda de Maribel Lacave. Alguien pensará que el tema no es muy apropiado, pero las cosas salieron así. Está basado en un post de Crónicas Hoteleras
Estaba en la recepción, sentado en un cómodo sofá, un poco escondido tras el ficus benjamina, cuando les vio entrar. Su mujer y aquel hombre que trabajaba en el ministerio de sanidad, el adjunto al secretario. Se echó un poco hacia atrás, intentando esconderse, no ser reconocido, pero ninguno de los dos, ni su mujer ni su amante se volvieron. Simplemente se acercaron a recepción y solicitaron la habitación que habían reservado.
Su amante se estaba retrasando, así que había escogido ese sitio en el salón porque le permitía dominar todo el hall y la recepción del hotel. Al ver entrar a su mujer se sorprendió; un guiño del destino que hacía que se citase con su amante a la misma hora en el mismo hotel que su esposa con el suyo. Aunque bien pensado, aquél era el lugar con más clase de la ciudad, los empleados discretos y convenientemente alejado del centro.
Su mujer firmó en el registro, él cogió la llave y desaparecieron de su vista. Fue un gesto tan familiar que no pudo evitar sonreír. Él hacía lo mismo: nunca firmaba en el registro, dejaba que ellas lo hiciesen, pero pagaba la factura al marchar, siempre en efectivo. Mientras ellas firmaban, tomaba la llave y se volvía en dirección a los ascensores, impaciente.
Al cabo de veinte minutos llegó su cita, pero no se quedaron en el hotel. Hubiese sido un tanto embarazoso que se encontrasen con su mujer al salir de la habitación. La acompañó a un taxi, disculpándose por la cancelación y se volvió a su casa. Discutieron. Ella pensaba que a él le había molestado el retraso. Él no quiso darle más detalles y ella se había enfadado. Había tenido muchas dificultades por llegar a la cita y no se explicaba el rechazo.
Al llegar a casa pidió algo de comer a un restaurante cercano que servía a domicilio, encendió la tele y se quitó los zapatos. Pero no encontraba las zapatillas. Sólo eso, quería sus zapatillas, estar cómodo en su propia casa. Empezó a revolver armarios, cajones, buscó debajo de la cama. No estaban. Era todo lo que pedía a su matrimonio, un poco de comodidad. Sus zapatillas. Volvió a repasar todos los sitios posibles, volvió a comprobar todos los armarios, debajo del sofá del salón, en los baños. Le trajeron su pizza y todavía estaba en calcetines. Aquello era más de lo que podía aguantar. Solo había una forma de averiguar dónde estaban sus zapatillas. Cogió el teléfono y marcó el número del hotel.