Desde mi ventana se ve una fila de chalets adosados y a la puerta de uno de ellos siempre está Reina, un precioso ejemplar de bobtail.
Reina ladra al cartero cuando se acerca a dejar cartas en el buzón, o a los que reparten publicidad. También vuelve locos a los perros que se escapan cuando está en celo, y que dan vueltas alrededor de la verja sin conseguir subirse al lomo que está al alcance de su hocico. Cuando hace buen tiempo suele estar tumbada junto a la puerta de entrada, pero en días como hoy, que llueve, que nieva, solo puede estar en los tres metros cuadrados que hay junto a la puerta de la casa, los únicos donde resguardarse.
Cuando llegan sus dueños, una familia con tres niños, pasan a su lado sin casi mirarla, sin una mísera caricia. Como si no existiese. Pero Reina, apenas ha visto acercarse el coche, ya está meneando el culo, olvidando que no tiene rabo. Se pone tan contenta que resulta imposible no fijarse. Y sin embargo es totalmente ignorada.
Pero no importa. En cuanto la puerta se abra, allí estará Reina, dando todo su cariño sin pedir nada a cambio.
A veces me sorprende como los humanos hacemos cosas parecidas. Idolatramos a alguien que no se lo merece, que no se fija en nosotros y le damos lo que a otros negaríamos sin remordimiento.