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domingo, 10. noviembre 2002

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Las cartas del río Guaire


- Gladys, no llores. - No te preocupes, Alejandro. - Yo... no sé. Es difícil. Por carta me imaginaba otra persona. Eres bella, aunque no era belleza lo que vine buscando a Caracas. Y lo siento, pero no te reconozco. Creo que no debemos dar este paso. - No, no es eso, Alejandro. He cometido un error, una tontería. No es culpa tuya. Si nos diéramos un poco de tiempo tal vez me conocieses como soy y tal vez te gustase. Pero ahora mismo solo soy un engaño. - No te entiendo. - Alejandro, no soy Gladys. Me llamo Ana Elisa. - ¿Ella te envía? ¿Quería saber como era antes de encontrarse conmigo? - No. No conozco a esa Gladys, si lo supiera le hubiese llevado tu carta. - ¿Mi carta? ¿De qué me hablas? - La otra semana, que hizo tanto calor, estuve en el paseo que hay junto al Guaire. Me quité los zapatos y metí los pies en el agua. Llevaba toda la semana muy achantada, y el paseo me estaba sentando muy bien. El agua refrescaba mis piernas y pequeños renacuajos se alborotaban alrededor de mis pies, haciéndome cosquillas. Flotando llegaron varias cartas, un pequeño montón, tres o cuatro cartas, sin abrir. Los destinatarios de todas ellas eran mujeres y todas las enviaban hombres. Supongo que no debía hacerlo, pero las abrí y las leí. La tuya también, por eso sé a qué has venido, qué querías. - Oh, vaya. De modo que tú no eres... qué desilusión. - Solo guardé tu carta. El sobre y las otras cartas las tiré en una papelera. Sino, te prometo que hubiese buscado a tu amada, y le hubiese llevado la carta. Era tan bonito lo que escribiste, deseaba tanto que me la hubieses escrito a mí... que incluso pensé que te podría engañar.

Alejandro estaba cabizbajo. Ana Elisa pensó que tenía la cara más triste que había visto en su vida.

  • ¿No puedes ir donde vive, sin más? –le preguntó Ana Elisa.
  • No he traído la dirección. Esperaba que nos viésemos aquí, en la estación. Y si no estaba, volvería a San Cristóbal. Sin pedir explicaciones.
  • Si, lo he leído. En la carta.
  • Claro.
  • ¿Qué vas a hacer?
  • Tomaré el primer tren de vuelta. De todas formas, creo que venir no era buena idea. Nunca creí en el amor a distancia, no sé como pude engañarme pensando que funcionaría.
  • ¿Porqué no te quedas en Caracas, al menos hasta mañana?
  • ¿Qué iba a hacer aquí? Además tendrás que volver a casa con tu marido, ¿no?
  • ¿Cómo sabes que estoy casada?
  • Por el anillo. Deberías habértelo quitado. Bueno, Elisa, será mejor que te vayas.

/***

  • Gladys, no esté usted triste.
  • Lleva más de dos semanas sin escribirme, Norberto.
  • Ya sabe que si hubiese llegado, lo primero que hubiese hecho era venir a verla, Gladys, aunque ya sabe que yo no apruebo esa relación. Un desconocido. Vaya usted a saber que tipo de hombre es.
  • Es un hombre tan sensible, tan delicado... que me extraña que no haya contestado a mi carta.
  • Lo que necesita usted, querida Gladys, es un hombre de verdad, un hombre como yo.
  • Pero Norberto, ¿tú no estás casado?
  • Gladys, ¿qué le hace pensar eso?
  • Por la marca del anillo. Aunque te lo hayas quitado, se nota la marca.
  • Ah, pero ya no lo llevo. Estamos prácticamente separados. Déjeme que le quite ese rizo de la cara, que no me deja ver lo bonita que es.
  • Norberto, eres muy galante, pero no eres como mi Alejandro.
  • Pero olvídese ya de él. Porqué no me deja pasar un ratito, y charlamos.
  • ¿Pero no estás trabajando, no tienes que repartir más cartas?
  • Si no me da tiempo, ya las tiro al río, cuando vuelva a la central. Ahora no se preocupe, mi querida Gladys. ¿Quiere que pase un rato a su casa? Mire que una mujer joven y bella como usted no puede estar sola tanto tiempo.

Gladys dejó pasar a Norberto. Pensaba que al fin y al cabo, no volvería a saber nada de Alejandro. Se arrepentía de haberle presionado, forzándole a venir, obligándole a formalizar esa relación que por carta era tan lejana. Suponía que se habría asustado.

/***

  • Ana Elisa, ¿qué vaina es esa otra vez? –dijo Norberto.
  • ¿A qué horas llegas, todo aguarapado?
  • Estuve con mis cámaras, chupando unos tragos.
  • Podías haber llamado. Te estuve esperando para cenar.
  • Pues caliéntamela, que tengo hambre.
  • Norberto, hueles a otra mujer, a mi no me engañas. Eres un marrano.
  • Ana Elisa, yo no estoy con otras mujeres. Si la que me gusta está aquí.
  • ¿Y tu anillo? ¿Dónde está? ¿Me lo quieres decir?
  • Aquí, aquí lo llevo, en el bolsillo. Es por las máquinas de la oficina. La clasificadora es peligrosa. Si te engancha el anillo te puede romper un dedo.
  • Me voy a la cama. Si quieres la cena, está en el horno.

Ana Elisa se metió en su habitación, cerrando de un portazo. Norberto se volvió y se fue a la cocina. Después de pasar la tarde con Gladys, se sentía hambriento. Posó el plato sobre la mesa y se olió el cuello de la camisa. Ana Elisa tenía razón, olía a Gladys. Y le encantaba. Era una bella mujer, pero un poco tonta. Mira que contarle a él, el cartero que le llevaba las cartas, su relación con el poeta de San Cristóbal.



 

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