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sábado, 16. noviembre 2002

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Mareado en el bus (moderación salarial)


Ahora que las cadenas de supermercados y grandes centros comerciales han acabado con el pequeño comercio, apenas quedan negocios que montar. El que no quiere o puede trabajar por cuenta ajena y decide instalarse por sus medios, lo tiene bastante crudo.

Hay negocios que dependen de la temporada, es una moda. Un día aparecen las calles, como por arte de magia, llenos de panaderías, rebautizadas como "boutiques del pan". Luego desaparece la mayoría y nos vemos llenos de videoclubs. Tras la siguiente purga, proliferan las tiendas de "Todo a 100". Luego los cibercafés, ahora tiendas de móviles. Y así hasta el próximo.

Pero lo que hay siempre, en todas las calles, en batería, es una buena cantidad de bares, restaurantes, mesones. Y tiendas de "prensa/revistas". Parece el recurso fácil. ¿No sabes que poner? Pues o un bar, o una tienda de chuches.

Hoy, en el autobús, haciendo balance, he descubierto otro negocio que abunda. Las peluquerías. Hay cientos de ellas. Perdí la cuenta cuando dejé de mirar a la calle, estaba pillando un mareo considerable.

Y todo porque se acerca enero y tendré una nueva charla con mi jefe, le reivindicaré mi subida de categoría y nuevamente me comentará que no es culpa suya, y que tengo razón, y que el año que viene seguro que sí, y mierda... las ganas de decirle que entonces me voy.

Pero no soy peluquero, no me gustan las chuches, no sé a que me podría dedicar si no fuese a esto de la informática. ¿Alguien necesita a un analista que le gusta escribir pequeñas historias?



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domingo, 10. noviembre 2002

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Las cartas del río Guaire


- Gladys, no llores. - No te preocupes, Alejandro. - Yo... no sé. Es difícil. Por carta me imaginaba otra persona. Eres bella, aunque no era belleza lo que vine buscando a Caracas. Y lo siento, pero no te reconozco. Creo que no debemos dar este paso. - No, no es eso, Alejandro. He cometido un error, una tontería. No es culpa tuya. Si nos diéramos un poco de tiempo tal vez me conocieses como soy y tal vez te gustase. Pero ahora mismo solo soy un engaño. - No te entiendo. - Alejandro, no soy Gladys. Me llamo Ana Elisa. - ¿Ella te envía? ¿Quería saber como era antes de encontrarse conmigo? - No. No conozco a esa Gladys, si lo supiera le hubiese llevado tu carta. - ¿Mi carta? ¿De qué me hablas? - La otra semana, que hizo tanto calor, estuve en el paseo que hay junto al Guaire. Me quité los zapatos y metí los pies en el agua. Llevaba toda la semana muy achantada, y el paseo me estaba sentando muy bien. El agua refrescaba mis piernas y pequeños renacuajos se alborotaban alrededor de mis pies, haciéndome cosquillas. Flotando llegaron varias cartas, un pequeño montón, tres o cuatro cartas, sin abrir. Los destinatarios de todas ellas eran mujeres y todas las enviaban hombres. Supongo que no debía hacerlo, pero las abrí y las leí. La tuya también, por eso sé a qué has venido, qué querías. - Oh, vaya. De modo que tú no eres... qué desilusión. - Solo guardé tu carta. El sobre y las otras cartas las tiré en una papelera. Sino, te prometo que hubiese buscado a tu amada, y le hubiese llevado la carta. Era tan bonito lo que escribiste, deseaba tanto que me la hubieses escrito a mí... que incluso pensé que te podría engañar.

Alejandro estaba cabizbajo. Ana Elisa pensó que tenía la cara más triste que había visto en su vida.

  • ¿No puedes ir donde vive, sin más? –le preguntó Ana Elisa.
  • No he traído la dirección. Esperaba que nos viésemos aquí, en la estación. Y si no estaba, volvería a San Cristóbal. Sin pedir explicaciones.
  • Si, lo he leído. En la carta.
  • Claro.
  • ¿Qué vas a hacer?
  • Tomaré el primer tren de vuelta. De todas formas, creo que venir no era buena idea. Nunca creí en el amor a distancia, no sé como pude engañarme pensando que funcionaría.
  • ¿Porqué no te quedas en Caracas, al menos hasta mañana?
  • ¿Qué iba a hacer aquí? Además tendrás que volver a casa con tu marido, ¿no?
  • ¿Cómo sabes que estoy casada?
  • Por el anillo. Deberías habértelo quitado. Bueno, Elisa, será mejor que te vayas.

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  • Gladys, no esté usted triste.
  • Lleva más de dos semanas sin escribirme, Norberto.
  • Ya sabe que si hubiese llegado, lo primero que hubiese hecho era venir a verla, Gladys, aunque ya sabe que yo no apruebo esa relación. Un desconocido. Vaya usted a saber que tipo de hombre es.
  • Es un hombre tan sensible, tan delicado... que me extraña que no haya contestado a mi carta.
  • Lo que necesita usted, querida Gladys, es un hombre de verdad, un hombre como yo.
  • Pero Norberto, ¿tú no estás casado?
  • Gladys, ¿qué le hace pensar eso?
  • Por la marca del anillo. Aunque te lo hayas quitado, se nota la marca.
  • Ah, pero ya no lo llevo. Estamos prácticamente separados. Déjeme que le quite ese rizo de la cara, que no me deja ver lo bonita que es.
  • Norberto, eres muy galante, pero no eres como mi Alejandro.
  • Pero olvídese ya de él. Porqué no me deja pasar un ratito, y charlamos.
  • ¿Pero no estás trabajando, no tienes que repartir más cartas?
  • Si no me da tiempo, ya las tiro al río, cuando vuelva a la central. Ahora no se preocupe, mi querida Gladys. ¿Quiere que pase un rato a su casa? Mire que una mujer joven y bella como usted no puede estar sola tanto tiempo.

Gladys dejó pasar a Norberto. Pensaba que al fin y al cabo, no volvería a saber nada de Alejandro. Se arrepentía de haberle presionado, forzándole a venir, obligándole a formalizar esa relación que por carta era tan lejana. Suponía que se habría asustado.

/***

  • Ana Elisa, ¿qué vaina es esa otra vez? –dijo Norberto.
  • ¿A qué horas llegas, todo aguarapado?
  • Estuve con mis cámaras, chupando unos tragos.
  • Podías haber llamado. Te estuve esperando para cenar.
  • Pues caliéntamela, que tengo hambre.
  • Norberto, hueles a otra mujer, a mi no me engañas. Eres un marrano.
  • Ana Elisa, yo no estoy con otras mujeres. Si la que me gusta está aquí.
  • ¿Y tu anillo? ¿Dónde está? ¿Me lo quieres decir?
  • Aquí, aquí lo llevo, en el bolsillo. Es por las máquinas de la oficina. La clasificadora es peligrosa. Si te engancha el anillo te puede romper un dedo.
  • Me voy a la cama. Si quieres la cena, está en el horno.

Ana Elisa se metió en su habitación, cerrando de un portazo. Norberto se volvió y se fue a la cocina. Después de pasar la tarde con Gladys, se sentía hambriento. Posó el plato sobre la mesa y se olió el cuello de la camisa. Ana Elisa tenía razón, olía a Gladys. Y le encantaba. Era una bella mujer, pero un poco tonta. Mira que contarle a él, el cartero que le llevaba las cartas, su relación con el poeta de San Cristóbal.



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martes, 5. noviembre 2002

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La pizzería


Estuve trabajando durante un tiempo en Gran Vía 123. Justo debajo había una pizzería y como a mí me encanta la comida italiana, iba día si, día no. El dueño era un poco gruñón, pero su pizza era la mejor. La masa tenía el tamaño adecuado y sabía deliciosa. Al final, cuando estaba cocinada, le añadía un majado con el orégano, que tenía mezclado con aceite de oliva y probablemente ajo picado muy fino.

Cuando abrieron el Telepizza en el 134, se quedó sin clientes. Nunca había sido un local abarrotado, pero ahora no entraba nadie. Yo dejé de ir habitualmente. Me resultaba un poco triste estar solo, y además el dueño se había vuelto aún más gruñón. Supongo que también, pasadas las primeras semanas, me había cansado de tanta pizza.

Un día, al llegar a trabajar encontré un coche de policía aparcado a la entrada. Ya se habían llevado el cadáver. El dueño se había suicidado, se había colgado del cuello usando el cinturón del pantalón, cuando ya se habían ido los empleados. Lo encontró la señora de la limpieza al día siguiente. El cinturón se había roto y había caído sobre el horno de pizzas. El rodillo había arrastrado el cuerpo y había salido por el otro extremo perfectamente cocinado, con los pantalones por las rodillas.

Los detalles me lo contó un empleado de la pizzería. Me lo encontré en un paso de peatones, cerca del Museo del Prado, un par de años después. Un tio majo, Antonio Carreiras se llama. Lo sé porque me dió una tarjeta. Ahora está de jefe de ventas en una empresa de transportes, ganando una pasta. Supongo que le vino muy bien el suicidio de su antiguo jefe.



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domingo, 3. noviembre 2002

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Fifty-seven channels and nothin' on

television



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miércoles, 30. octubre 2002

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Estantería de recuerdos


Junto a Ghanesa, el elefante de la prosperidad, el recuerdo que Nacho había traído de su viaje por la India, estaba el jarrón que me había enviado Javi desde México. Cuando la gente lo veía yo les contaba que un amigo trabajaba en unas excavaciones cerca de Cuernavaca, en las Ruinas Tlahuica. Se había llevado cada pieza del jarrón escondida en los bolsillos del pantalón y luego lo había restaurado en su casa, antes de enviármelo. El jarrón -explicaba- pertenecía al período azteca temprano, aproximadamente del 1100 AD. En realidad era un jarrón de artesanía que me había llegado por correo ordinario, sin demasiado embalaje, y que venía hecho trocitos. Yo mismo lo había reconstruido.

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