Estaba en el bar. Me miró. Vestía de una manera extraña. Me invitó a sentarme con él y a tomar algo. Era un tipo realmente raro y yo solo deseaba irme.

Me hizo algunas preguntas. Preguntas que yo no supe responder. Acertar era no saber la respuesta. No podía entenderle y yo solo deseaba irme.

No puedo entender a este tipo, ni a mi propia mente. Solo deseaba irme, pero no se puede huir de uno mismo.

Es tan extraño que me asusta, y tiene mis ojos, y tiene mi boca, mis orejas. No podía entenderle y yo solo deseaba irme.

En la playa, tumbados sobre la arena, encima de nuestras cazadoras de cuero.

En lo alto de la duna, sin dormir todavía, mirando las olas.

Las familias, felices, comienzan a llegar. Me siento y miro a los niños que juegan.

Uno de los más pequeños, tendrá tres o cuatro años, juega a coger las olas.

Intenta atraparlas, pero siempre rompen en sus manos.

Lo intenta cientos de veces pero siempre rompen en sus manos.

Y se ríe.

Miro al horizonte, y pienso que mi tiempo es como las olas.

Intento atraparlo, pero siempre rompe en mis manos.

Lo intento cientos de veces, pero siempre rompe en mis manos.

No soy yo el que se ríe.

Íbamos juntos al colegio. Yo era demasiado tímido para hablar con ella, pero aún así lo intenté. Simplemente le dije ‘hola’. Era mi última oportunidad Que ojos tenía.

Paseamos por el parque, de la mano. Esa semana su familia dejó la ciudad y no la volví a ver.

Hasta mayo del 89. Fue a la puerta del Grand Hotel. Ya no era una niña, eso saltaba a la vista.

Nos miramos, a los ojos, durante unos segundos.

Yo era demasiado tímido para hablar con ella, era mi última oportunidad. Dejé que se fuera.

Ojalá hubiese tenido el mismo valor que a los doce años.

Cuando tienes veinte años y piensas en el futuro, es algo prometedor. No sabes muy bien qué buscas, pero las expectativas son grandes. A los treinta empiezas con el histerismo, cuando te das cuenta que no has escogido tus objetivos, que simplemente has dejado que las cosas sucediesen y el tiempo avanza demasiado deprisa. Ahora tenemos treinta y cinco, y estamos empezando a asumir que las cosas no van a ser mucho mejores.

Esto es el segundo párrafo de un relato que he escrito últimamente, que está en esa fase de correcciones y reescritura. Habla de eso precisamente, de estamparse contra la madurez sin cinturón de seguridad ni airbag.

Según este artículo de la revista Rolling Stone, la última moda entre los gays (norteamericanos supongo) es intentar infectarse de sida. El artículo comienza con los comentarios de un tal Carlos (*en español, en el original) al que se le iluminan los ojos mientras explica que 'el momento de la transmisión, el mismo instante de pillar el SIDA, es lo más erótico que se puede imaginar'.

Por lo visto, diversas asociaciones ("Stop Aids Project", etc) han protestado por esta información que deja en mal lugar a la comunidad gay, pero el artículo se defiende, invitando a que se visiten paginas web de contactos y vean la cantidad de este tipo de relaciones que propician.

Los nuevos medicamentos, más efectivos y que mantienen a raya al virus están haciendo perder el miedo a muchas personas, pero aun así parece dificil de entender que alguien quiera infectarse. Uno de los motivos es una cuestión de comunidad: 'cuantos más seamos, más poder tendremos'. Por supuesto, el atractivo del peligro o incluso la seguridad de que tarde o temprano se acabarán infectando hace que a muchas personas no les importe arriesgarse o incluso buscarlo abiertamente.

Una de las 'joyas' del entrevistado en el artículo dice que 'pillar el SIDA es como vivir con diabetes. Te tomas unas cuantas pastillas y sigues con tu vida'. Una frase completamente idiota. ¿Qué sabrá él de la diabetes o de lo que significa vivir con el SIDA?

Por cierto, si quieres contactar con el tal 'Carlos', puedes buscarlo en el AOL Instant Messenger. Su nombre, 'Bug Juice Wanted'.