Última actualización: 17/6/04 16:00
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Casualidad oculta


Nunca había faltado a su cita. Todos los días, de lunes a viernes, le podías encontrar en la estación de Cuatro Caminos tocando su violín. Supongo que me fijé en él por que en ese momento interpretaba el Ave Verum Corpus, de Mozart, la misma que yo había seleccionado para el momento de la comunión, en mi boda quince días antes. Al volver al trabajo tras el permiso, había empezado a hacer un trasbordo distinto. Me encontraba feliz, recién casado, estrenando piso, y al oír las notas de Mozart, le había dado un billete al violinista, que desde entonces siempre me saludaba al verme pasar. En las sucesivas semanas fue desgranando el repertorio de mi boda. Un día me sorprendía con el Aria de la Suite nº 3 de Bach, otro con el Ave María de Shubert. También fue interpretando el Minueto de Bocherini, la cantata 147 de Bach, el Canon de Pachebel. Con lo original que me había sentido al hacer la selección, parecía que el violinista quisiera demostrarme que todo es demasiado previsible y que las personas nos parecíamos bastante.

El caso es que hoy no estaba en su sitio, tampoco llegaban las notas de su violín hasta el andén. Una sensación de vacío y de soledad me ha invadido durante todo el trayecto. Supuse que estaría enfermo, que habría cambiado de sitio, pero no podía evitar sentir cierta inquietud por su falta. También empecé a pensar en mi mujer, como si la falta de aquellas melodías me privara de su recuerdo. Al salir del metro la llamé al móvil, pero ella debía estar viajando también a esa hora. Insistí más tarde, desde la oficina. Muchas veces, pero nunca contestó.



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Hoy cumplimos años mi hermano y yo. Mi hermano se quedó tonto hace ocho años, cuando teníamos dieciséis. Aquel día entré en la habitación que compartíamos y le encontré llorando encima de la cama. Al principio se escondió, intentando que no me diese cuenta. Yo le preguntaba "qué te pasa, por qué lloras". Al fin me lo contó: su novia, su primera (y única) novia le acababa de dejar. Tragué saliva, busqué palabras de aliento. Sabía lo que esa chica significaba para él. Ella le explicó que había otra persona, que ya no le quería. Aquello si que me sobresaltó. "¿Te ha dicho quién?" recuerdo que le pregunté. Él negó con la cabeza, sin dejar de llorar.

Mientras yo intentaba consolarle, él fue mudando sus sentimientos y cada vez estaba más furioso. De pronto se levantó de la cama, se puso en pie y dijo que iba a ver a su novia. Quería saber quien era el otro. Antes de que yo pudiese abrir la boca salió de la habitación, corrió por el pasillo, abrió la puerta de casa. Yo le seguía, tratando ahora de calmarle. Dio una patada a la puerta del ascensor, que estaba ocupado y se lanzó a las escaleras. Allí fue cuando sucedió: perdió el equilibrio en el primer escalón y luego bajó rodando hasta el rellano.

Lo recuerdo, como si acabase de pasar. Sentado en el suelo, mi hermano inconsciente en mis brazos, la sangre de su cabeza goteando por mi codo. Recuerdo mis gritos pidiendo ayuda. Recuerdo mis susurros, pidiéndole perdón a mi hermano, demasiado tarde para arrepentimientos.



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Lucía y Carlos


Lucía está desolada. Carlos se ha suicidado por su culpa. Acababa de decirle que tenían que dejar de verse, que su relación no funcionaba y al salir de su casa tuvo un accidente. Ahora está muerto.

Había intentado explicárselo, era lo mejor para los dos; esperaba que él lo entendiese, pero se había enfadado. Ella se había mostrado firme porque, si no, la habría convencido. No parecía estar tan mal, ella pensaba que incluso se alegraba, era demasiada carga para los dos. Pero, en el viaducto de Serín, lanzó su coche contra la valla y salió volando. Alguna vez, al pasar por allí, le había comentado que ese sería un sitio ideal para suicidarse. Con la altura que tenía el puente, estaba garantizado el éxito. No había peligro de hacer el ridículo quedándose parapléjico. Muerte asegurada, sin alternativa para un milagro. Lo decía de una manera que a ella le daba miedo, pero jamás pensó que lo dijese en serio. Era culpa suya, tendría que haber sido más delicada. No supo explicarle lo que sentía y él se había enfadado. Si no lo hubiese dejado, aún estaría vivo.

Carlos estaba enfadado. No creía los motivos que le había dado Lucía para romper su relación. Siempre había sido pesimista, veía fantasmas que no existían. No tenía espíritu de lucha. En el fondo era lo mejor, quizás no estuviesen hechos el uno para el otro, pero no podía evitarlo. Le molestaba la irracionalidad, el autoengaño, el convencimiento sin reflexión. Habían quedado con unos amigos en Gijón y no estaba dispuesto a alterar sus planes, así que salió de Oviedo a toda velocidad, ya llegaba tarde. Si ella no venía, iría solo.

En el coche no podía pensar en otra cosa. Llevaban juntos casi un año, debería conocerle aunque fuese un poco. Todas las razones que le había dado para dejarlo eran absurdas. Tocó el colgante que tenía en el cuello, una pequeña caracola. Lo habían comprado en Almería, una tarde que volvían de Cabo de Gata. "Será tu amuleto de la suerte", había dicho Lucía. "Menuda suerte", pensó Carlos. No hacía ni dos meses que lo habían comprado. Aflojó el cuero y tirando de él se lo sacó por encima de la cabeza. Se estaba acercando al viaducto de Serín, una caída de varios cientos de metros. Se puso en el carril de adelantamiento y bajó la ventanilla. Sería un símbolo, librarse del recuerdo, arrojar por la ventanilla la relación y seguir camino, como si tal cosa.

Carlos lanzó el colgante, pero éste golpeó con el borde de la ventana y cayó a sus pies. Al agacharse para cogerlo, se despistó un segundo y su coche se fue contra la valla, golpeándola con violencia. Luego, salió rebotado al carril contrario. De una vuelta de campana saltó por encima del quitamiedos, precipitándose al vacío.



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Charquitos


Maite Sierra, decía la plaquita que había encima de su mesa. Al quedarse libre me había acercado y tomado asiento. Había apoyado el paraguas contra la pared. Afuera llovía y las gotas que había en la tela bajaban rodando. En el suelo se empezó a formar un charquito.

"Señorita Maite", le decía yo. "Tiene que haber algo para mí. Es imposible que en todos estos meses no haya aparecido ninguna cosa en la que me pueda emplear. No me cabe en la cabeza. Si, he mirado los anuncios de prensa, he ido a alguna entrevista. Si, ya lo sé, tengo la espalda regular, no puedo hacer esfuerzos. Lo de los ataques de pánico ya lo he superado, me estoy medicando. El último fue hace seis meses ya. Si, por favor, vuelva a consultar en su ordenador. Seguro que se le ha pasado algo".

Maite era una chica paciente, pero con carácter. Llevaba aguantándome desde hacía casi un año, cuando se me acabó el subsidio. Una vez al mes me acercaba por la oficina de empleo, pero siempre salía con los bolsillos vacíos. Ella me escuchaba y luego, con voz seria, me decía que no había nada. Incluso volvía a mirar en el ordenador, aunque ya sabía que no había pasado nada por alto. Maite parecía amable, pero yo sospechaba que en el fondo no me escuchaba. Ya lo había dicho mi mujer, "en la oficina de empleo no te escuchan. Tienes que dar unas cuantas voces e insistir en ver al supervisor. Ya verás como entonces te acaban encontrando algo".

Decidí hacer caso a mi mujer. Tomar una actitud firme, sin ser demasiado agresivo. Había perdido mi último trabajo tras sufrir un ataque, había perdido los estribos, me había comportado como un loco. No quería tener problemas aquí, en la oficina de empleo. Empecé a levantar la voz, le pedí a la señorita Maite que volviese a mirar ese estúpido cacharro. "Tiene que haber algo para mí", le decía.

Cuando pegué un puñetazo en la mesa, Maite sonrió. Miró alrededor y cuando se aseguró de que ya no nos observaba nadie, se inclinó sobre la mesa, acercándose a mí. Yo me acerqué a su vez para escucharla, un tanto asustado, pensando que estaría enfadada. Creía que me iba a llamar estúpido, que me iba a abofetear, dejar encerrado en el baño durante horas, durante toda la noche.

  • ¿Le ocurre a usted algo? -me preguntó.
  • No quiero volver a casa -respondí, sin saber muy bien lo que decía.
  • ¿Porqué chilla? ¿Quiere ver al supervisor?
  • Si, eso es. Quiero ver al supervisor.
  • Al jefe, ¿no? Al gran jefe. ¿Cree que eso va a servir para algo? ¿Cree que si hubiese algo no se lo habría ofrecido ya?
  • Quiero ver al supervisor, por favor, disculpe.
  • El jefe -se acercó más aún, bajando tanto la voz que me costaba oírla- el jefe es un auténtico imbécil. Si él no fuese el jefe seguro que ya tenía trabajo.
  • ¿Co...cómo?
  • Lo que oye. Un completo cabrón. ¿No se ha fijado en la cruz que hay en la esquina de su expediente? Mientras él esté aquí no encontraremos nada para usted. Nada de esquizofrénicos, ha dicho.

Me había puesto rojo de ira. No podía creer lo que estaba escuchando. Yo no era un esquizofrénico. Solo había perdido el sentido de lo que hacía una vez. Había ido al psiquiatra, tomaba una pastilla todos los días. "Está usted listo para llevar una vida normal" había dicho el médico. Una vida normal, eso es lo que dijo.

La señorita Maite cogió unos guantes que tenía junto a su bolso, encima de la mesita lateral auxiliar, se levantó y, sin dejar de sonreír, me invitó a seguirla.

  • No hay ningún problema en ver al supervisor, acompáñeme por favor.

Me levanté y la seguí. Por el camino, la señorita Maite se fue poniendo los guantes, unos finos guantes de piel marrón. Se detuvo delante de la puerta de un despacho, picó con los nudillos y sin esperar respuesta, abrió la puerta haciendo un gesto para que pasara. Ella entró detrás de mí, cerró la puerta y luego se acercó al supervisor, que nos miraba desconcertado. Estaba sentado tras una enorme mesa de madera oscura. Todo el lateral del despacho estaba ocupado por una estantería repleta de libros, revistas y algunas carpetas de archivo. Detrás suyo estaba una orla, así como numerosos diplomas de cursos de especialización.

  • Disculpe, pero este caballero desea hablar con usted unos minutos. Creo que debería escuchar lo que tiene que decirle.

El supervisor miró a la señorita Maite con un gesto hosco, enfadado probablemente por que hubiésemos entrado a su despacho sin permiso, sin anunciar el motivo de la visita, sin opciones de evitar una conversación que solo podía ser incómoda.

  • Bien, usted dirá -dijo el supervisor-. Estoy a punto de salir para una reunión pero puedo dedicarle un minuto.

La señorita Maite se había puesto a la derecha del supervisor. De la estantería cogió una pequeña estatua de bronce, un busto de Beethoven que se usaba de sujetalibros.

  • Bueno... un minuto es muy poco tiempo, no por dónde empezar. Tal vez debería volver un día que esté menos ocupado -comencé a decir.

Y mientras yo empezaba a disculparme, la señorita Maite golpeó con fuerza la cabeza del supervisor, que cayó sobre la mesa, golpeándose la frente con una carpeta de anillas. La cara se quedó ligeramente inclinada hacia la izquierda, apoyada sobre dos de las anillas. Luego la señorita Maite se acercó a mí, y tirando de mi brazo me llevó junto al supervisor. Este parecía mirarme, con una sonrisa torcida, como si le desagradara mi presencia.. La señorita Maite puso la estatua entre mis manos y, abrazándome por la espalda subió mis antebrazos. Luego los soltó, echándose hacia atrás, y el sujetalibros volvió a golpear la cabeza del supervisor. Esta vez, un chorro de sangre salió disparado desde el lugar del impacto, salpicándolo todo, la silla, los libros, los cuadros. Mi abrigo quedó completamente manchado, lleno de pequeñas gotitas de sangre, mi mujer se iba a enfadar.

La señorita Maite se quitó los guantes, se los guardó en el bolsillo y, sonriendo de nuevo me dijo:

  • Lo ha hecho usted muy bien. Todavía le han sobrado cuarenta y cinco segundos. ¿Ya sabe como va a empezar a explicar todo esto? Bueno, ahora disculpe, pero tengo que ponerme a chillar.

Mientras, un hilillo de sangre resbalaba por la mesa y en el suelo se empezó a formar un charquito.



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Venecia V


Estaba en el campo S. Canzian, apoyado en el antiguo pozo de agua, cuando vi acercarse a una pareja. A las once de la noche, en Venecia apenas hay gente por la calle y mucho menos turistas. Al día siguiente partía y aquel paseo era casi una especie de despedida, una forma de apurar las horas finales, un inútil intento de arañar un nuevo recuerdo, como si en ese último minuto fuese a suceder algo que no debía perderme.

Caminaban despacio y la tenue iluminación nocturna de Venecia invitaba a la confidencia. Sin embargo, el silencio de esta ciudad sin coches me permitía distinguir sus voces. Hablaban en inglés, ella tenía una voz suave, muy dulce. La de él era profunda, con un tono serio.

Como suelo hacer, intenté adivinar cómo era su vida, si estaban de paso, adónde se dirigían. Aunque nunca lo había podido comprobar, ya que siempre eran personajes anónimos a los que no volvía a ver, suponía que acertaba. No coincidirían los detalles, la profesión, los motivos, pero en lo básico, en lo importante estaba seguro de acertar o al menos, pasar rozando. Era un juego que me divertía, pensar que las personas siempre se ajustan a unos estereotipos básicos y que, simplemente observando, se podían averiguar tantas cosas.

Él vestía una camisa roja de algodón, con manga larga y bermudas de color crudo. Los zapatos, de cordones, eran del mismo color que el pantalón. Era alto y de complexión fuerte y aspecto deportista, bronceado, con el pelo castaño muy corto. La barba recortada y las gafas con montura al aire le daban un aire de profesor universitario. Calculé que estaría en la cuarentena, pero bastante avanzada, así que la mujer que le acompañaba, que acabaría de entrar en la treintena, bien podría ser una antigua alumna, quizás profesora en prácticas. Ella, una atractiva chica de color, de mirada alegre y labios gruesos, llevaba un vestido amplio y largo de mil tonos distintos, un vestido de manga corta que dejaba ver unos brazos quizás demasiado delgados. Tenía el pelo envuelto en un pañuelo, con una hermosa mata de pelo rizoso asomando por detrás. Iba del brazo de su profesor y caminaba apoyándose en él, como si estuviese algo achispada.

Había decidido que definitivamente ella era alumna suya. Una relación prohibida, clandestina. Él era soltero, divorciado quizás. Se habían enrollado al comienzo del segundo semestre y siempre habían tenido miedo que les pillasen. Habían tenido encuentros apasionados pero apresurados, en moteles alejados del Campus. Al acercarse el final de curso habían planeado este viaje a Europa. Por supuesto, él había pagado todo, el viaje, el hotel, había hecho las reservas. No le importaba. Nunca se había sentido tan bien.

El profesor disfrutaba de cada segundo que pasaba con ella, aunque sin hacerse ilusiones. No debía. Resultaba duro pensar que ella hubiese nacido un año antes de que él alcanzara la mayoría de edad. Era atractivo, inteligente, otras alumnas se habían enamorado de él otras veces aunque nunca había dejado que sucediera nada. Pero esta vez no lo había podido evitar, ella tenía tanta vitalidad, era tan dulce. Y siempre estaba sonriendo. Además era ingeniosa, impredecible. Ella se reía de su diferencia de edad pero un día se cansaría, encontraría alguien más joven y se iría. En ese momento no podría venirse abajo, tenía que estar preparado.

La chica estaba feliz. Él siempre había intentado parecer despreocupado, pero a ella le daba pánico que les hubiesen visto juntos y comprometer su carrera. Nunca, hasta entonces, había logrado estar relajada. Además era la primera vez que viajaba a Europa. Le encantaba este continente. Venecia le parece sorprendente. Venecia era distinta de otros sitios que habían visitado, todo seguía vivo, era como viajar en el tiempo. Hubiese querido vivir allí una temporada, comprar pescado en el mercado que había tras pasar el puente de Rialto, fruta en cualquiera de los puestos que había en muchas calles, una vez que te alejabas de las zonas turísticas. Le gustaría quedarse una temporada con él, descubrir cuantas cosas más tenían en común, averiguar si dentro de un año, diez años, seguirían disfrutando cada segundo que pasaban juntos.

Cuando estaban a unos metros, no he podido apartar la vista de la chica. Nuestros ojos se han seguido unos segundos y al cruzarnos me ha sonreído. He tenido que respirar hondo. Luego he mirado hacia atrás. Ésta vez ha sido él quién me ha sonreído.

El profesor me ha sonreído, aunque apenas se ha fijado en mí. Ha sido un gesto involuntario. Me ha sonreído pero su cabeza estaba en otra parte, pensando que tiene que intentar disfrutar del viaje. Al llegar a casa hablará con ella. No pueden comportarse como adolescentes. Son adultos y esa relación es imposible que acabe bien, que lo mejor será dejarlo antes de que los daños sean mayores.



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