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miércoles, 11. septiembre 2002

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Lo he hecho


Lo reconozco. Lo he hecho. He presentado con mi nombre un relato de John Updike a un concurso de relatos. Su traducción al español, tal cual. Solo he cambiado los nombres de los protagonistas. Y lo he enviado. Lo he hecho tres veces. No solo una. Tres.

Es por envidia, por impotencia, por vanidad. Es por eso que lo he hecho. La primera vez pasé algo de miedo, miedo a que me pillasen, al descrédito, a arruinar mi carrera de escritor incluso antes de que ésta comenzase. A una demanda también. No me considero tan bueno como John Updike, faltaría más, pero tampoco soy tan malo como para no estar ni siquiera entre los finalistas de los concursos a los que me he presentado. Que son unos cuantos, caramba.

Quién sabe, igual mi estilo no tiene mucho que ver con los gustos de la mayoría, al menos del gusto de los jueces que se olvidan de mí en sus deliberaciones. ¿Sería mi estilo en primera persona, los tema de mis relatos, mis historias nostálgicas a veces, tristes la mayoría, con personajes pretendidamente cómicos, aunque patéticos en el fondo?

Acababa de leer un cuento de John Updike, una historia pequeña, una anécdota que sucede en un supermercado. Una historia muy bien contada, de perfecta estructura, un cuento que desearía haber escrito yo. Y a las personas que participan de jurado, ¿les gustará el estilo de Updike? Si realmente lo hubiese escrito yo, ¿me seguirían olvidando en sus selecciones? Y lo hice. Copié el texto del cuento (A & P se titula), busqué un concurso cuyas bases se ajustasen al tamaño del relato y lo envié. Así de fácil. Así de irresponsable también. Sin pensar en las consecuencias.

Fue duro. Todo el tiempo que pasó desde que envié el relato hasta la fecha del fallo estuve muy nervioso, temeroso al llegar a casa, cada vez que sonaba el teléfono, a todas horas. Incluso pensé en enviar una carta al jurado confesando, diciéndoles que retiraran el relato del concurso. También rezaba. Bueno, no un rezo tal como se entiende que debería ser, porque no sé ninguna oración. Era como un trato con Dios: “que no se enteren y no volveré a escribir jamás”, “que no se enteren y empezaré a ir a misa todos los domingos” y todo tipo de tonterías.

Sabía que eran tonterías, yo no creo en ninguna otra vida además de la terrenal, ni en una deidad superior, pero por algún motivo hacía que me sintiera mejor. Recuerdo cuando tenía dieciséis años y se acercaba la fecha en que tenía que presentar un trabajo en clase. Había estado despreocupado, haciendo el vago, y cuando me puse con el trabajo, apenas me quedaba tiempo. Solo tenía una esperanza, que el profesor me llamase el último día. Durante toda la semana el profesor iba sacando a varios alumnos, y mi salvación sería que me llamase el viernes en vez del lunes. Me puse a rezar: “por favor, por favor, Dios, que me llame el viernes” y prometí que tiraría todas las revistas pornográficas que tenía debajo del colchón de la cama. “Dios, si me llama el viernes, prometo que tiraré todas las revistas a la basura, lo prometo, dejaré de hacerme pajas, nunca más me masturbaré, lo prometo, Dios, por favor, que me saque el viernes, por favor, por favor”.

Casualmente, el profesor se puso enfermo así que aún tuve todo el fin de semana por delante para preparar el trabajo. Me salió bastante bien y obtuve buena nota. Esa tarde, al llegar a casa, saqué las revistas para echarles un último vistazo, antes de deshacerme de ellas. Pero no pude. Miraba todas aquellas chicas, sus caras, tan familiares. No pude hacerlo. Era una promesa, pero no pude hacerlo. Además, ¿quién se iba a enterar? Aquellas chicas eran como… como novias mías casi. Mis mejores amigas. Y las únicas chicas con las que tenía relaciones sexuales. Así que volví a guardar las revistas debajo de la cama y me olvidé del asunto.

Al día siguiente del fallo, llamé al ayuntamiento (no diré cuál convocaba el premio) y pedí que me leyeran algunas partes del acta del jurado. Sabía que no había ganado el premio, supongo que en ese caso me hubiesen avisado personalmente (solo lo supongo porque no tengo experiencia ganando premios, no sé si ya lo había dicho). Pero mi nombre no estaba entre los seleccionados siquiera. Mi nombre, el relato de Updike.

Un par de meses después lo volví a hacer. Luego otra vez más. No quería pensar que hubiese sido casualidad. Un solo jurado no era significativo. Tenía que probar más veces. Y nada. Ni siquiera preseleccionado. Ni yo, ni Updike. Porque también enviaba mis relatos, paralelamente. Si me hubiesen premiado a mí, y a Updike ni lo hubiesen seleccionado, dejaría de escribir, sin duda. No tendría sentido. Pero no fue así. Las otras dos veces también falló el jurado.

Ese tercer intento fue el definitivo. Esa vez incluso usé su nombre como seudónimo: J. Updike. Tercera y última, no volví a hacerlo. Fuese lo que fuese lo que intentase demostrar ya estaba demostrado. No puedo decir bien qué era, no se trataba de convencerme de que los jurados no tienen buen criterio, supongo que tenía algo que ver con mi autoestima, pero tres intentos ya eran suficientes. Y corría bastantes riesgos inútilmente. Hubiese tenido muchos problemas, incluso es posible que me demandase la organización, o la editorial de Updike si ganaba. Ni era mi relato, ni era inédito, ni yo podía pensar que nadie se diese cuenta de ello. Y a cambio ¿qué hubiese ganado? Sería lo peor: descubriría que realmente tenía poco talento y además era un estúpido.

Ahora puedo seguir escribiendo. Escribo solo por el placer de hacerlo. Y disfruto mucho más. También me alegro de haber enviado el relato de Updike, no me arrepiento. Es como recordar haber sido un golfo en los años jóvenes. No puedo evitar sonreír al recordarlo, ahora que todo ha pasado. Incluso puedo presumir de ello. Pasado un mes desde el fallo, los cuentos han sido destruidos, triturados, ya no hay pruebas. Ahora puedo contarlo.

Espero publicar algún día mis cuentos. Porque, ¿qué es un relato, salvo unos folios manchados de letras, si nadie lo lee? Lo espero, y lo intentaré, pero ahora, en este momento, no tengo ninguna prisa.



 

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