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martes, 16. marzo 2004

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Feliz cumpleaños, Miguel. Por Esperanza

Le odié tiempo antes de conocerlo, pero eso no lo supe hasta mucho después. Era un tipo amable, simpático. Todos coincidían en la suerte que yo había tenido por encontrar ese jefe. Que me ningunease haciéndome servir el café en sus reuniones no era malo. Que olvidase mi nombre, con tanta gente a la recordar, no era significativo. Cuando optó por el “señorita” lo di todo por perdido. De nada servían mis títulos, mis conocimientos, mis ideas. Sería siempre la chica de los cafés. Sara me había contado que ella, en esas reuniones, escupía en todas las tazas antes de entrar en el despacho. Pero luego, cuando la ascendieron y yo heredé su puesto, empezó a pedirme cafés como si nada de aquello hubiera pasado. Cierto es que me pedía los cafés para otros, nunca para ella. Al principio dudé, quería decirle que no sufriera, que no pensaba escupir en su café ni en ningún otro. Pero cambió el tú por el usted y supe que nunca más íbamos a compartir confidencias. Él, al que todos admiraban, era un maníaco enfermizo. Jamás pasaba bajo una escalera, no se cruzaba con gatos, no encendía tres pitillos con la misma llama... Y se afanaba en explicar cada una de sus manías como si los demás tuviéramos que seguir su pauta. De hecho, muchos en la oficina lo hacían. Así fue como me enteré, un día cualquiera, que cuando bebes el café agarrando la taza por el asa, estás poniendo tus labios en el mismo sitio donde los pusieron muchos otros antes que tú. En cambio, si sujetas la taza por el lado contrario al del asa, darás con la porcelana virgen, inmaculada. No quise decirle ese día que los zurdos bebían por el mismo sitio que él, no quise discutir su estrategia higiénica como no había discutido ninguna de sus posturas durante años. Pero a veces la casualidad nos regala una sonrisa de las que guarda en su bolsillo. Hoy es mi cumpleaños. 39 años de no saber quién soy ni por qué me tocó servir los cafés en lugar de beberlos. Hoy él, ese al que todos admiran, se ha dignado mirarme, llamarme por mi nombre, tratarme como a un igual.

-Señorita Sáez, creo que hoy es su cumpleaños.

He debido de enrojecer hasta las cejas.

-Sí, así es.

-¿Muchos?

-39.

-Por Dios, si es usted una chiquilla.

Toda la oficina mirando, todos alabando sus maneras.

-Pase a mi despacho, señorita Sáez, pase y tómese un café con nosotros.

Y allí estaban todos. Sara, él, los jefes de personal, la secretaria del director, los abogados recién incorporados a la firma. Esos desayunos que tantas veces he servido. La mesa llena de azucarillos y bollos de leche. Las colillas humeando en los ceniceros. Él me ha servido un café. ¿Azúcar? Dos, cómo va él a saberlo. ¿Leche? No, gracias, soy alérgica. Tampoco eso tiene por qué saberlo. He intentado mostrar una sonrisa pero la vergüenza me ha congelado la mueca. Me temblaban las manos cuando he cogido la taza que él me tendía. Y entonces he visto sus ojos, el miedo. A medida que su cara se volvía más rígida la mía iba perdiendo dureza. Cuanto más le costaba a él arquear los labios, más sonreían los míos.

-No sabía, señorita Sáez, que fuera usted zurda.

-Enseñada. Zurda enseñada. Me forzaron a escribir con la derecha pero hay cosas que, por instinto, sigo haciendo con la izquierda. Y ahora, si me disculpan, voy a limpiar estas tazas.



 

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